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miércoles, 1 de abril de 2020

LA MUJER SERPIENTE (Un cuento para mayores de 50).


De versos la lleno el falso poeta
De suspiros un aire pervertido
De caricias una mano pobre y vieja
Y el viento, ese viento prohibido, la dibujo de silbidos...
        Y todos, la hicimos leyenda. 

          Cuentan que aquella esquina era de ella, también el alma de la cantina y la última de las sillas. Como siempre a las siete, con el cuerpo valiente y una belleza, que no pasa con los meses. Mujer complaciente y exigente, dama, doncella y de las personas, fiel oyente. Miró al cantinero y aquella barra estremeció sus pliegos, entre maderas y viejos hierros, entre polillas y oxidados anhelos...entre charlas, copas y perdidos deseos. 
          Abrió el bar, se abrió el paisaje con ella junto a una rockola siempre a medio cantar, el cantinero gritaba, una camarera limpiaba, la rata en silencio sus mañas susurraba y un desarmado acordeón, recordaba sus siete dueños, sentado en un rincón. Añoraban las botellas ser destapadas, aquel vino tan viejo su esencia en su vidrio reposaba, pues nadie lo inclinaba; un destilado entre gotas su enebro buscaba, otro un gengibre para que alguien lo degustara, muchos olían a caña y otros a uva negra, muy fermentada. Al fondo una granadina bailaba samba, un amaretto gemía junto a su almendra ya rancia, un licor quería que lo enmielaran, una seductora conga buscaba una sombrilla que la vistiera de gala, cuando una barrica llena de saliva, goteaba su agave en una vaso para aquella mujer dueña de su esquina y también de la cantina.
          Entró un hombre, abrió la puerta como vaquero y Quijote, miró a su izquierda, escupió a la derecha, con la pierna tomo una silla y con su mano una mesa, tronó el puño, tembló la camarera y el cantinero sirvió cuatro tapas y un litro de cerveza. Lagarto frito con mayonesa, patatas bravas a la leonesa, berberechos caminando sobre la mesa, almejas en salsa verde oliendo a cruda y verbena, y un caldito de camarón seco, congelado desde la ultima veda.  Cruzaron miradas, asintió el hombre y respiró la barra. A cada quien su estampa, a cada quien su comida y su bebida, porque somos lo que comemos y también lo que bebemos y no es alegoría.
         La cantina se llenó. Entró el doctor, el maestro y un auditor, seis borrachos de autor, dos prostitutas de tocador y un cura que de monaguillo traga vino se disfrazó. Ya eran las dos, aquella mujer su silla dejó, un silencio entre tanto humo se pintó y aquellos hombres se distrajeron con su culo y algo más que era tentador: falda corta, escote dibujado en un torso por nadie imaginado, transparencias osadas, cadera apretada, sonrisa seducida con maña, piernas largas y bien contorneadas, cadencia sobrada y una sombra tan erotica, que hasta el cura su estola de monaguillo entre sus dientes mojaba. 
         Y dieron las tres, se acabo el café porque tenerlo no era menester, la botana caía por doquier, cacahuates y cucarachas bañadas en almíbar de azabache, pistachos podridos de un antiguo cultivaje, sardinas en escabeche de viejos elefantes, quesos verdes con hongos de antiguos maridajes, alguna salchicha gritando su oreaje y un viejo salmón que jamás fue ahumado y ahora salía como parte del viaje. El vino sonreía, el alcohol entre cañas revivía, un licor hasta su tapón mordía solo para ver, si alguien lo consentía.
         Salió aquella mujer del tocador o de quién sabe que baño, pues su perfume era copia de un extraño hedor. La rata aprendió su maña y la seguía a corta distancia. Cuerpo lleno de escamas, lengua bípeda y ojos de serpiente preñada. Desnuda caminaba, todos callaban. Se estremeció la barra cuando aquella mujer pidió un sorbo de aguamiel de caña. Todos miraban. Con suave elegancia sacó de su vagina cien hilos. Eran de seda y resistentes al agua. Le gritó al trueno, al viento y no sé a qué cosa rara. Se apagaron las luces, cada hilo a un cuello fuerte se enredaba, tosieron las gargantas y las  lenguas por fuera, sus bilis salivaban. El cura no rezaba, solo pedía limosnas a las mesas más cercanas. El maestro a cada prostituta un espejo enseñaba para ver si se reflejaban, el doctor brindó con el auditor pues no habría mañana y su deuda quedaría saldada, mientras los seis borrachos pedían al cantinero otra copa, la caminera y una más, para que el alma les curara. 
             Se abrió la puerta y el telón. El circo era de marionetas. Todas y cada una hechas de papel cartón, sujetadas por hilos de seda, con las lenguas por fuera y bailando al mismo son. Una gran serpiente las movía, parecían vivas pero todas eran un simple clon. La obra fue escrita por Adán y Eva, pagada por el gran Dragón y auspiciada por una religión. Debía ser eterna, llena de sufrimientos y también algún que otro perdón. Aquellas marionetas pasarían hambre, carencias, luchas y guerras sin razón, sometimientos y resentimientos, pecados y miedos, catástrofes, desamores y celos, pandemias y alguna que otra vivencia, desde la cloaca de la sinrazón. La serpiente los reía, así lo quería, ignorancia y opresión, televisión y mucha religión, baja frecuencia en la vibración...El alimento perfecto para un gobierno oscuro lleno de poder, odio y malversación. 
                 Aquellos hilos se estrechaban, cada garganta ahogaban, la libertad sólo era una utópica palabra, el sentimiento un mal verso, la mirada del alma un desecho y el sueño algo dirigido, por las fauces ensangrentadas de aquel gobierno. 
                 El más borracho y santo, como pudo caminó a la barra, agarró un cuchillo limonero sin pedir permiso al cantinero, rajó su garganta y vomitó la bilis que aquella serpiente quería de botana. Se desprendió el hilo y con el cosió su orificio, a cada uno se acercó con sumo sigilo mientras aquel reptil absorbía cada miedo, su bilis y algún que otro amargo caramelo. Corto hilos y gargantas, cosió y enseño, con dulces parábolas les habló, milagros por doquier mostró pero ninguno de ellos entendió. Lloró, todo su amor les dio, la sabiduría de Universo y cada beso que en sus mejillas en forma de evangelio tatuó. La madera más vieja se clavo al ver que nada pasó, a su Padre se encomendó y la gran serpiente su verdadera historia, amañó. Aquellas mujeres y hombres agarraron viejos hilos, los ataron otra vez a sus gargantas y todavía hoy, viven bajo el poder de la serpiente, sin libertades, oprimidos, desahuciados y totalmente confundidos en falsos pecados. Viven alimentando unas escamas que los tiene como granja humana.
 

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