Tostaba un pedazo de pan sobre la
brasa de una vieja leña, le pedí a una oliva que exprimiera su jugo en cada
migaja, a un ajo que las acariciara y a mi boca que las ensalivara, como delicioso
manjar de hadas. El tinto hizo el resto, desde aquel porrón me atravesó erecto,
en su mosto saboreé el cielo y con la mirada perdida en cada viga de aquel
techo, dejé que un sueño me absorbiera por completo. Se desparramó la noche
entre las sombras de un humo perfecto, gritó mi soledad su postura más
irreverente, abrí la ventana, también la cortina que tapaba su persiana y
caminé despacio por un aire que me envolvía caliente y lleno de una extraña
ansia. Tanta oscuridad desvaneció mi mente, el recuerdo cayó, la memoria cada
neurona tiró, solté riendas a la imaginación y entre tanta bruma, una calle
apareció. El pensamiento la abrió, con
ganzúa pues la llave no encontró, mi corazón aquel hermoso paisaje latió y fue
entonces que un atrevido deseo, le pidió a mis huellas que no fueran cobardes y
que en aquel extraño camino, plantaran sus pies y también su coraje.
Abrí la puerta del tiempo y en su
portal senté mi silencio, estaba lleno de relojes y manecillas cubiertas por un
polvo cansado y quizás algo viejo. De repente me cautivó un reflejo, un espacio
sin pliegos gemía su distancia a lo lejos, una extraña niebla lo llenaba denso,
no había maderas taladas en invierno, tampoco crepitaba ningún leño, solo una
espesa resina que lo resbalaba por la espalda y que ahora se pegaba como ámbar,
sobre la palidez de mi cara. Enfrente se abrió un parque, lleno de hojas y
bancas, de otoños caídos, de pacientes viejos divinos y de algunos niños, que ahora no jugaban ni
mostraban sus gritos. Aquel parque pensaba sus olvidos, aquellos vacios que
entre sombras una y otra vez lo habían recorrido, esas miradas que un día lo
respiraron verde y que ahora lo tenían sentenciado, en un retiro ya jubilado.
Y despertó el amanecer, a un rocío
estaba pegado, sus labios eran de agua, su piel tersa como mármol de carrara, su
mirada tierna como nube pintada y su fragancia algo traviesa pues olía a rosas,
jazmines y también a dulces manzanas. Era un rocío extraño, un tanto humano, a
la vez vestido y desnudo, seguro y despistado, por el viento acompañado y con
un aliento abrazado en cada puño de sus manos. En cuanto me vio una sonrisa
dibujó, giró su cara y detuvo mi saludo con una prisa que salía de su alma,
dejó caer sus gotas sobre cada árbol, suspiros sobre cada portal abierto desde
temprano y con una sutil elegancia, cruzó los brazos en su espalda y sobre
aquella vereda, caminó erguido y en calma.
Desde el parque nos miró una vieja
banca, rodeada de palomas blancas, algunos celofanes que todavía respiraban a
caramelo de anciana, un par de colillas bien exprimidas y entre sus forjados
hierros, un pequeño caracol recorría
despacito aquel frío, con toda su baba. Estaba limpia, no tenía heces tatuadas
ni hojas secas sobre su estampa, tampoco pedacitos de caídas ramas. El momento
se mostraba tenso, le pedí al rocío que a mi lado sentara su trasero, de reojo
preguntó, de mi aliento salió un gesto, de su boca un mojado silencio y con el
primer viento a mi lado sentó, su olor más travieso.
No habló, tampoco yo. Sentía que
una humedad me vigilaba, que desde otro cielo alguien me observaba, abrí mis
manos y se llenaron de nostalgia, de cada poro salió una lágrima y en su sal se
cristalizó dulce una gota de agua, también en mis ojos y con la mirada empañada
comprendí, que aquel rocío me amaba. El tiempo pasó página, el deseo rasgó
tiras de piel en aquella banca, aquel rocío en mujer poco a poco se
transformaba y mi hombre, erotizado por aquella seductora fragancia, tenso
despertaba. El sueño se desvistió en mujer, su latido desnudó cada miedo, la
caricia me prendió perverso y en el primer suspiro arrancó de mí, todos los
pecados que de ajenos infiernos, guardaba muy dentro. En su aliento la gemía,
en el vaho mis dedos una pasión escribían, cada una de sus prisas en mi
pensamiento eran lamidas, también esas humedades que apenas contenía y cuando
la mano atrevida desabrochó mi camisa…le ofrecí mi cama, mi vida, los besos que
ya destilaban mi saliva, también algunos versos y toda, toda mi poesía. De ella
tenía ganas, de su hermosura y de cada curva, también de su boca y de cada gota
que de mí, hoy caminaría erecta por las entrañas de un rocío, que era mujer y
de mi música, la más erótica de las notas.
Y en aquel parque la hice mía,
dentro, muy dentro, abrazado por su caliente melodía, poseído por aquellos
labios que un día fueron guardianes de su virginidad y besado por esa miel que solo mi cuerpo en su
piel, era capaz de libar. Surcaba su cielo
mi mar, chorreaba ardientes chispas la cera en cada deseo hecho ansiedad,
sufría el sentimiento porque en la carne se quería expresar, también el latido
cuando en su sangre quería caminar, mis pestañas porque en cada mirada una poesía querían recitar y toda mi
alma, porque en su historia quería
escribir ese capítulo, que jamás, iba a olvidar. Dentro, muy dentro, perdido en
lo perverso de los sentidos, como parte de su cariño, niño y cautivo de su
ritmo, de la Luna y el destino, de esa pasión desbocada que me atrapaba en su
paraíso…de ese sudor que en el amor era una y otra vez, bebido y permitido.
Su contorsión era suave y perfecta, la
recorría completa, caían tullidas las hojas de mil ramas sobre aquel parque
proxeneta, aquella banca gritaba, cien ventanas cerraban cortinas y persianas,
solo estrellas nos miraban y entre cien
lunas, diez mil cometas humedecían sus estelas y también se desnudaban. Dentro,
muy dentro, irreverente, perdido, libre y completo, sin miedos ni falsos
vientos, con toda la energía del hombre que despertó tenso, disfrutando a esa
mujer que fue capaz de desnudarme en su cariño, con un solo dedo.
Nos mostró el silencio un
atrevido sigilo, lleno de gemidos y gritos, de orgasmos y eyaculaciones permitidas
en traviesos escalofríos, de eróticas trampas que como río recorríamos sin
pausa en nuestra piel y también sobre cada sentido. Lloraba profundo cada
aliento, me sentía abrazado por puños de sentimientos, por ese intenso fuego
que recitaba su cuerpo, por tanto cariño que me mantenía inquieto y perverso,
por esa suave dulzura que exprimía con ternura hasta la última gota de mi
erecto miembro. Dentro, muy dentro, con toda su vagina abierta, mojado desde mi
vientre hasta la cabeza, ungido por tanto jugo que de ella era un precioso
néctar, erotizado hasta lo más profundo…amado y deseado como nadie jamás, se
había atrevido en mi mundo. Dentro, muy dentro, no me quería salir, en ese
abrigo quería vivir, en ella todo erizado quería morir porque no habría otro
amanecer, que un rocío clavara, tanta huella en mí. Con dulzura la vestí, que
me acompañara le pedí, toda se empapó en mí y camino a casa le expliqué que su
destino, siempre estaría en mí. El parque nos miró, el otoño en su ocre se
despidió, el viento se deslizó y nos dijo adiós, un arrugado celofán en
caramelo otra vez se convirtió, me sonrió la banca y no pudo aquel caracol, ya que
de tanto calor, yacía hervido en su
propia baba.
Le ofrecí una taza café, con duda
me miró, lo probó, pero era tanto el calor, que en ese vapor, toda se
desvaneció. Solo una gota dejó, la más tierna y clara, esa que es sudor en cada
alba, entre mis brasas una chispa de añoranza, en mi taza la memoria de un
erótico sueño en aquella banca y en mi alma una lágrima de amor, que desde
entonces cada mañana, recorre sin prisa el
cristal de mi ventana.