Llovía encarnizado el cielo
amarrado a la enredadera de un inquieto infierno, escribía el abeto sobre su
nieve y se abría, en un mil hojas de dulce perfecto. Escombraba el viento la
hojarasca de aquel silencio mientras una nube tejía sus algodones entre extrañas plantas y uñas de
roedores. Le preguntaba el mono a un hombre el por qué de su ignorancia, un
cabello se resistía y tomaba por asalto en cualquier cabeza sus esquinas, las
lenguas eran bípedas y las retinas verticales de color negro ceniza. El tiempo
no existía, el bosque en las sombras vivía, el azufre de hidrógenos se envolvía
y un olor a sulfuro persistía, sobre cada huella de cualquier vida. Era la
cadencia del no espacio la que existía, una pedazo de conciencia dormida, ese
agujero de gusano que de ajenas materias vivía, todo en un bosque tan ufano que
era averno y lo sabía. Lo abstracto con el correcto pensar competía, la mano abierta
con su puño cerrado, la religión con su propia herejía y también el ser, con el
humano y tanta soñada utopía.
Entrar en él nadie se atrevía, ni
el cielo ni el día, tampoco la Luna y mucho menos de la memoria su carestía. La
elegancia no se vestía, el musgo gritaba que la humedad era vida, el hongo que
la oscuridad era su poesía y cuando el río venía, gemía el nenúfar entre
burbujas, toda su hipocresía. Las arañas iban y venían porque sus telas ya no
las sostenían, el juglar cantaba su agonía y entre valles, el verde de su pasto
renegaba y jamás de él se ufanaba. Era el último día, un amanecer único para
quien esto escribía, un aire encontrado en falsos abrazos, un rocío competidor
de brisas, quizás una alegoría que hecha historia, por la ignorancia era
aprendida.
Ante todos, descubrió la Tierra su
seno, el volcán se quedó boquiabierto, el caracol sudó más baba en su empeño,
el gnomo fue descubierto cuando a su pezón se prendió erecto y el grillo calló,
cuando una suave melodía su fallido cantar le explicó. Todo era mosto, ese que
pisado descalzo, ofrece reliquia al pasado, ese que frotado sobre madera
explica al tinto un tiempo pasado y por qué un día fue de su tierra desposado,
ese que lee en cada papila del conquistado,
el que resbala en la garganta del procesado, el que bajo vientre le dice
al estómago que de embriaguez será sentenciado porque siempre la historia la
escribe el vencedor y jamás, el condenado.
Y llegó el tiempo del mono, del
alacrán y del otoño. Cambió la hora por negocio, escribió ocio el periódico,
todo era insubstancial y a veces demasiado metódico. La Tierra desvestida todo
veía, no comprendía pero ahí seguía, su piel humedecía, en hormonas y feromonas
sobre cada musgo se desinhibía, en besos y caricias cada una de sus prosas
componía y cuando dormía, era el ángel que siempre en vigilia, su poderosa arpa
sostenía. Y lo último ya no fue día, tampoco noche ni fe en ninguna ideología.
No hubo tiempo, tampoco espacio, una densidad se atrevió a flotar, un mar a
volar, el viento a descansar y cuando el hombre su paz veía llegar…un gran
libro en el cielo se abrió, de par en par.
Era el libro de todo lo escrito y lo
leído, ese que siempre la historia había transmitido, con leyendas y ofrendas,
con hipocresías y verbenas, también lleno de cuentos y muchas penas. Lo enterró
el olvido en aquel bosque, bajo los musgos ocres y encima de petróleos nacidos
de extrañas ubres y óleos mediocres.
Revivió el universo al druida más extraño, a ese que venía de lo lejano,
el que no tenía barba ni era mago…ese del que jamás nadie escuchó y nada nos
recetó. Era un Druida como los de antaño, lleno de pócimas para arreglar
cualquier mal de ojo resbalado, respuesta eterna a los que habían mal enseñado
y un gran abrazo para los mal aprendidos, que del sistema habían siempre
bebido. Pidió dos mandrágoras, el alma perdida de una serpiente preñada, el
fuego fosilizado de un dragón odiado, la quinta hoja de un trébol cansado, el
diente de un elfo, la parte roja del corazón de un poseso y un pedazo de cielo,
en el instante en que el mar, el Sol y la Luna, bailan danzas en celo. Todo era
perfecto, la marmita hervía, cien brujas a su alrededor se desvestían, viejos
amantes gemían, almas en pena llegar no se atrevían, una estrella escribía y
una dulce tempestad, sin viento ni lluvia, todo veía.
La rima era divina, soledades reían
compungidas, tristezas adivinaban estelares poesías, los sentimientos lloraban
de alegría y de tanto en tanto, una boca sentía que también labios tenía. Llegó
el tiempo del amor, del mar en su inmensa categoría, el tiempo del aliento
cuando del vapor de un corazón nacía, el del hermoso latido cuando en otra alma
escribía y por siempre el del humano cuando por fin supo que de las estrellas
venía. Y llegó el día en que ese bosque se llenó de agua y más agua, de
verdaderas elegías y poesía, de vírgenes estrellas y también de hombres que sin
miedo, la verdadera historia escribían. Esa historia que amaba la vida, la
describía como nadie lo hacía, cada elemento, cada día y también cada
hipocresía. Murió ahogada, quizás en el agua o en lo que quedaba de miedo en la
raza humana, sin saber que por siempre sería recordada, buscada y hasta la
saciedad reclamada. Por muy pocos fue leída y venerada, por muchos como
testamento hablada y por algunos, hoy perseguida, porque saben que en esa
Historia, está la verdadera explicación de nuestras vidas.
Todavía vivimos en el bosque de los
miedos, en un sistema lleno de engaños y silencios, en una red que más que un
mundo, es un sublime cuento.
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