https://publishers.propellerads.com/#/pub/auth/signUp?refId=Tilr HISTORIAS DE ITACA: EL VIEJO NICOLÁS.

martes, 5 de noviembre de 2019

EL VIEJO NICOLÁS.



                Siempre al lado de la ventana, sentado sin mirar nada, del árbol todo sabía, de la banca más próxima cada pintada posadera que día con día la elegía, de cada perro sus horas y hasta del cielo, los minutos que daba sombra. Para nadie era un extraño, siempre serio, con el pensamiento urgido y ojos que denostaban un corazón vivido en el desmayo consentido. De tanto en tanto índice y pulgar secaban alguna que otra saliva de su boca, siempre los de su mano derecha pues la otra la mantenía cerrada en puño, sobre la mesa.
                Como de costumbre aquella ya vieja tarde pintaba de ocres cada hoja de aquel parque, el viento solo era un suave aire y las cenefas de las aceras, disfrazaban sus pisadas con un polvo que lejano, las llenaba con ansia y  una sutil  ligereza. De repente y de frente una cara lo miró, junto a su ventana un hombre se posó y sin mediar palabra, el viejo Nicolás una moneda soltó. Aquel mendigo en aliento habló, maloliente y afligido, deprimido en hastío, soez en su abrigo, deshilachado en cada cabello atrevido y muy, muy valiente, en una mirada que parecía casi de amigo. Una media sonrisa lo delató, su faz se abrió, también de su boca cada grieta, sus comisuras y aquellas arrugas que parecían tejidas por una maléfica inquieta o  quizas  una araña, dándole una expresión pagana y  muy extraña.
                No se movía, solo lo miraba. El nervio mostró Nicolás en su garganta, mientras aquel hombre que parecía amigo, ahora con su quietud, lo retaba con cierta saña. Nicolás no pensaba, tampoco parecía hacerlo aquel hombre, mendigo o un simple huraño con barba, los ojos se cruzaban, las pestañas eran las únicas que medio hablaban mientras una inquietante tensión,  de la ventana se apoderaba. Nadie contestaba, ni el ademán ni la sorpresa, tampoco el gesto, solo una ligera brisa que embarróp a Nicolás, con matices de azufre y escondidos inciensos.
                Se movió el hombre, su mano a un bolsillo se acercó, a él la pego y luego entró. Nicolás se medio asusto. De entre su mano un pequeño libro asomó, con cierto temblor se lo mostró, sobre la repisa de la ventana  lo posó. Nicolás con cierto asombro se atrevió, entre sus manos lo tomó y al ojearlo, una gran sorpresa sobre su alma brincó. Al abrirlo encontró unas monedas dentro de aquel libro, exactamente las que había dado hacía poco al mendigo. Alzó deprisa la mirada, vio de aquel hombre su mano derecha que despacio temblaba, recorrió su palma y entre rotas lanas, se aseguró que las monedas todavia allí estaban. No entendía, quizás una casualidad, pero eran exactamente las mismas, iguales en denominación y cantidad, tambien en color e igual de gastadas. Absorto lo miró de frente buscando una respuesta o quizás una complicidad como referente.  Aquel hombre callaba pero ahora eran sus ojos los que una media sonrisa le mostraban. Entendió Nicolás que aquel hombre sabía, que no era casualidad. Cerró el libro, leyó el título, lo miro sin ver una segunda vez, ahora eran sus manos las que temblaban, su piel de un raro sudor se mojaba, quería pensar, no podía, levantó su lánguida mirada en busca de una respuesta o quizás una pregunta…y aquel hombre, ya no estaba. Bajó su cara y en silencio leyó: “La muerte de Nicolás”.
              Por primera vez en muchos años cerró la ventana, sentó en una gran mesa su estampa, se lleno de pipa y aguardiente de caña, suspiro un escalofrío por su espalda y aferrado en aquel libro, abrió de él su primera página.
              Hablaba de la muerte y de la vida, de las suyas y de nadie más, parecía como si alguien lo hubiera seguido desde su nacimiento y todo estuviera  escrito en ese libro. Pensó en ese compañero de viaje, pero no  había explicación para tal cometido. Intentó remover memorias, buscar en su mente fotografías, pero cuanto más leía, menos entendía al autor de tanta osadía. Allí estaba escrito su viaje por esta vida, todo el equipaje, sus miserias y sus anclajes, pasiones que nadie sabía, aquellos deseos sin medida y al filo de la muerte, lo que le quedaba de bagaje y un poquito de filosofía. Cosas que no recordaba, sonrisas olvidadas, tristezas por su memoria desechadas y muchas sorpresas que ahora lo eran y que antes sólo fueron pasajes sordos, de una vida, quizás demasiada larga. Contaba que había repetido una y otra vez los mismos errores de su padre, pero eso ya lo sabía, que con sus hijos fue más una molestia que otra cosa, eso lo presentía, que siempre una caricia pedía de la misma calidad que la que el en sus manos sostenía, que mucho dio y que cuando recibió quizás no supo calibrar su valor, que aguantó el dolor, también la soledad pero que en el fondo siempre buscó la pureza en una amor que nunca a su lado durmió.
                Pasaron los días, las tardes y muchas noches. Dormía con aquel legado en su regazo, no lo soltaba, no podía dejar de leer esa carta, es gran carta hecha libro que alguien le había escrito, quizás por el  destino, un ángel de la guarda desconocido o un extrano ente que entre brumas  vivía escondido. Por su autor no se preocuparía, quizás ser conocido no quería, así que siguió leyendo aquel manuscrito hasta el final. Regañado y a veces confundido, recordado y siempre sorprendido…llegó a ese capítulo que nadie podía haber escrito porque no había sucedido : “la muerte”.
                Cerró el libro, respiro y exhaló profundo por cinco veces, se levantó, llenó su  pipa, su copa con el espíritu de la caña, dejó que su pulgar e índice recorrieran una vez más de su boca cada comisura arrugada y se dispuso a leer “su final”.
                “ ….y se levantó aquel día de la cama. Tomó una taza de café y quemó su pipa hasta acabarla.  En ese momento supo que hoy sería el último. Siempre tuvo una gran intuición, ese presentimiento que le recorría la espina en forma de escalofrío y que sabía escuchar con sumo tino. No había error. Se duchó, se vistió y como siempre fue a comprar el pan, un poco de fruta, media tableta de chocolate, tabaco para su pipa y un buen encendedor. Llego a su casa, acomodó lo comprado en una vieja alacena, revisó su armario y puso en una bolsa un pantalón y un polo. Era ropa casual, así le gustaba, cómoda y variada. La llevaría a la lavandería y la dejaría encargada. Por la tarde la recogería ya seca y suavizada. Lo que le incomodaba es que no sabía la hora del suceso, sabía que pasaría pero no cuando. Tampoco podía prepararse, tuvo toda una vida para hacerlo, ahora ya era demasiado tarde. Pensó, siempre le gustaba pensar, y pensó que no quería pensar, hoy no. De regreso de la lavandería quiso caminar un poco más, no para recordar ni saludar, sino para respirar un aire que pronto le iba a faltar.
                     No todo el mundo sabe que hoy morirá. El si. No sabía si era ventaja o un sufrimiento adicional. Podía leer algún libro sobre experiencias después de la muerte, de personas que han regresado, etc…pero en el fondo sabía que nada era seguro, que todo era incierto, que el aire le faltaría y que después….¿qué habría después? Empezó cierta inquietud a dominar su espíritu, ese que dicen que nunca muere pero nervioso estaba. A lo mejor si se concentraba podía dominar el momento, comprenderlo y saber qué hacer. ¿Sería posible? Pensó que intentarlo era su derecho y así lo haría. Nadie lo recriminaría a menos que alguien en el otro lado no le pareciese, pero eso ya sería rizar el rizo..¿o no?
                      Pasó la tarde como pudo, se vistió con lo recién lavado y tomó su pipa. De tanto en tanto se acercaba a la ventana y bebía con su amiga copa, el  aguardiente de caña. Miraba el reloj como para preguntar cuánto faltaba, era una tontería, pero una buena costumbre cuando era la catrina a quien esperaba con tensa calma. Tocaron las nueve de la noche en el campanario de la iglesia. Eso le recordó que religioso no era y que según los cánones enseñados quizás condenado estaba, por no confesado y sin misa que amparara sus pecados. Le quitó importancia, lo hecho, hecho estaba y lo no hecho también por acabado lo daba. Faltaba poco, tenía ansia, siempre lo desconocido era un buen guiso y más cuando era su  muerte la que lo esperaba en sigilo. “
                      Se detuvo. Acarició el libro entre sus manos y puso uno de sus dedos como apunte de donde se había quedado. Lo sostuvo un momento con agrado, después quitó su dedo, puso un pedacito de papel en donde lo leído había terminado y lo dejo sobre la mesa para darle un sorbo a su destilado de caña y una buena fumada a una pipa, que ya lucia cansada de tanto amaño. Se preguntó y preguntó, sabía que era bueno en la intuición y más en el presentimiento, lo que había leído lo retrataba con esmero. Quizás así reaccionaria, no estaba seguro, pero aquel libro, todo de él sabía. Lo tranquilizaba que hoy no tenía ningún escalofrío que recorriera su espina ni nada parecido, tampoco una intuición que su vida desarmara. Pero todo era muy raro, aquel hombre, mendigo de pésima barba, el libro con sus monedas entre páginas, un relato que hasta las comas a su vida le recordaba y por último, la descripción de una muerte que por anunciada, por dentro lo quemaba. Estaba cansado y decidió seguir leyendo por la mañana, temprano junto al primer café y a su pipa que en el alba, siempre se antojaba.
                 Se puso el pijama, dejó sobre la mesita el libro, acarició su cara, analizó el necesario afeitado por la mañana y apago la luz de su lámpara cuando de repente…un fuerte golpe sacudió su ventana, su estampa y hasta su alma. Se levanto con el corazón en la garganta, corrió a la estancia y abierta en sus ojos se dibujó aquella ventana. Por ella sacó la cabeza, miro  hacia la izquierda y hasta donde llegaba la derecha, todo estaba en calma, ni viento ni nadie que aguardara. No pensó, el tiempo no se lo permitió, tuvo un presentimiento, ese que hacía poco en el libro leyó…¡era hoy! ¡Mi muerte llegó! Con mucha prisa se vistió, casual como leyó, un calcetín se le atravesó, con un pedacito de uña medio lo desgarró, pensó que no importaba quien lo viera, que solo era leña para el fuego del incinerador. Se puso unos calzoncillos, limpios y nuevos, nada perversos, clásicos y sin hilos sueltos, se peinó, esta vez sin gel pues lo delgado de su cabello ya no le importó, natural y alborotado pensó. ¿Dónde será? ¿En la cama en modo tradicional? ¿En la sala con un infarto letal? ¿Asomado a la ventana en plena madrugada?.....no, debe ser diferente. Yo escogeré. Me sentaré en la mesa con mi pipa y en mi copa la caña con su aguardiente, el libro en mis manos…y...¿Escribiré algo mientras llega? No mejor no, pues dirán que fue suicidio o algo inventaran que ponga en juicio mi albedrío. Pero, ¿qué importa? Si debatir no podré ninguno de mis principios, tampoco les daré gritos ni excusas a los vecinos, será tranquilo o algo parecido, creo. Bien seguiré leyendo el libro aquí en la mesa y esperare convencido de que la muerte de un momento a otro vendra a darme abrigo.
                Y así lo hizo, la susodicha y esperada no llegaba y él seguía leyendo su libro.
                “ …y pasó que se juntó la vida con este libro. Se detuvo el tiempo. Nicolás la esperaba, inquieto, con nervio, sin olvido, con ansia, valiente y con mucha calma. La muerte también, casual, bebiendo aguardiente de caña, compartiendo pipa y enseñanza. Y llego el momento. Fue Nicolás el primero en abrazarla, le regalo una caricia y no fue correspondida con la misma prestancia, vio su guadaña, sintio un segundo escalofrío recorriendo su espalda, la muerte se mostró blanca, pulcra y sin tacha, le sonrió, también el le mostró su elegancia, eran dos, nadie más. La vida era un pliego, un grano de arena, un punto negro de un  número en los dados de la quimera, un sortilegio perdido en la gran esfera…una meditación demasiado corta para un aprendizaje perdido en la gran marea. Ella no era callada, el escuchaba. Le contó de otros mundos, de Universos paralelos, de almas viajeras, de viejas estrellas y hasta de las sonrisas que no veía de los cometas. Le explico con detalle quién era, que solo era un paso más a la luz eterna, que las plantas eran las más sinceras, los animales herederos de este planeta, cada flor una pequeña alma inquieta y cada nube, un algodón de maná que nutrí ,las ubres de la Tierra. Entendió Nicolás que ella no era mala ni buena, solo una puerta. Entonces la muerte le reclamó, le pidió que creyera, que no tenía quien la acompañara para abrirle la puerta, que sola no podía y que por favor tuviera convicciones pétreas, ahora que aún estaba de aprendizaje en esta Tierra. Al no entenderla Nicolás, con su expresión le preguntó. Ella respondió. Si tú crees en Jesus, él me acompañara y a mi lado te esperará, si tú crees en Buda conmigo la puerta te abrirá, si es Ala lo mismo pasará, si es la más bella de las flores con sus pétalos te acariciara, si es un delfín, con saltos la puerta abrirá, pero tú no crees en nadie y entonces serán los arcontes, los seres sin alma que te obligarán en un terrible viaje y a sufrir regresarás. No estás preparado, te daré otra oportunidad, sabes que te quiero, no te abandonaré jamás pues sé que mi encuentro contigo algún día llegara. Pero te quiero convencido, aprendido de lo que has vivido. Por tus seres queridos preguntarás pero te diré que a ellos ya he despedido, otra vida tienen, en otro lugar, siguen aprendiendo, no los esperes, pues sólo la luz de quién crees, te guiará.
                Ahora lo entendía. No tenía creencias sólidas, solo melodías, jamás hubo nadie que me explicara la historia del final de una vida. ¡Tuvo que ser la Muerte quien me consintiera y acariciara en mi desidia! Ya no quería dudar más, estaba preparado. Ahora la quería con alevosía. Mejor abrir esa puerta que estar en la ventana todo el día. Quería tenerla. Esperaba el momento pero no llegaba. El presentimiento era cada vez más fuerte, la intuición lo desgarraba. Abrió otra vez el libro…pero quien vendría si en nadie creía, quien acompañaría a la muerte en su último día…religioso no era, político a veces (pero no era el caso), ¿ídolos? Algún escritor, el mejor futbolista, un pensador…¡Nooooo! ¡No puedo pensar en alguien a quien ofrecerle mi vida y mucho menos mi muerte!...siguió su lectura….
                  “ …la Muerte deslizó la mano a su bolsillo izquierdo, esta vez no saco un libro sino unas monedas, las mismas que Nicolás le había dado al mendigo. Le dijo que a ella no la compran, ni siquiera en el suicidio, que vale mucho más y que vendría por el cuando estuviera bien aprendido. Nicolás medio enloqueció, quería abrir aquella puerta, salir de esta esfera y fundirse hasta quemar sus penitencias (si es que las tenía). Pero no lo dejo, lo regañó, de sabias reprimendas lo llenó. Nicolás bajo su cara y cuando con miedo su mirada levantaba, ella ya no estaba. Las monedas brillaban sobre la mesa, el aguardiente a media caña sonreía una carcajada y una pipa de madera quemada sacaba humo, sin oler a nada. Y así siguió la  vida de  Nicolás, asomado a una ventana con el vacío en su mirada. “
                   Termino de leer y no lo podía creer. Se sentía utilizado, maltratado, por el libro y por su muerte que tanto había esperado. Pensó : vestido y alborotado como novia de barrio. Reflexionó, esta vez meditó, con su pijama se enfundó, apago su lámpara, dejó el libro sobre la mesa junto a la pipa y su caña…y soñó. Soñó que una vez la muerte lo visitó, disfrazada de mendigo, que le dio unas monedas para quitárselo de encima, que un libro le regaló, que su vida en el leyó y que en toda su existencia…¡nada aprendió! ¿De dónde vengo y quién soy? ¿Quién realmente me parió? ¿Dónde es el partir y dónde queda el final? ¿Qué es el alma, donde está, a donde va y de dónde viene? ¿Qué debo aprender, que hacer, que leer, que pensar, que soñar? ……¿Estaré listo cuando la muerte se quiera mi alma llevar? ¿Soy un sueño de alguien o soy yo, quien sueño con alguien que no existe? ¿Soy un algoritmo de una inteligencia artificial universal o solo un bicho sideral como tantos millones? ¿Soy de aquí o soy de mucho más allá?
                   Nicolás falleció, de esa noche jamas despertó, el vecino nada escuchó, lo encontraron en su mesa, con una vieja pipa humeando sobre su mano izquierda, con una disimulada sonrisa que parecía mueca, las hojas de un viejo libro languidecían sus letras y un inconfundible olor a destilado de caña, pegaba su vaho a una ventana, que todavía estaba abierta. Tanta pregunta su corazón paró. Creo que al final algo o alguien le respondió, pues ese ser a la muerte ayudó, abrieron la puerta y Nicolás trascendió. ¿Dónde? ¡Quién sabe!




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