Un día un abuelo le regaló a su nieto un
cuento de hadas. El nieto lo leyó, creció y con un hada se casó. Pasaron mil años y en una de
esas noches, la historia se repitió: Estaba sentado un viejo hombre entre las
piedras de una noble montaña. Era sábado y las nubes descansaban, el Sol
apretaba y los pájaros no volaban. Decidió la Luna no salir y el día se hizo
largo. Las estrellas olvidaron sus destellos y el cielo se negó a cambiar de
color. El Sol, ya cansado, se puso en huelga y el Universo cruzó brazos, miró
para otro lado y no quiso negociar.El viejo hombre, buen entendedor y sabio por
sus años, miró al cielo y se tomó un café. Una serpiente pasó por su lado y
medio cascabel se olvidó, un topo se equivocó y una piedra taladró, un conejo
le regaló su zanahoria a una hiena y ésta de agradecimiento lloró. El día era
inusual y la noche, simplemente no era.
El hombre seguía sentado.
Ya su café dejaba poso en sus labios y nada cambiaba. Recordó que su madre fue
hada y su padre un viejo letrado en cuentos y poesía. Decidió que su bastón
cambiara de mano, que su quijada desafiara seguridad y acomodó sus gafas. Miró
al cielo y gritó, ejecutó una orden y el aire calló. Dispuso más piedras a su
alrededor, puso bastante leña al centro y una copa de un añejísimo tinto al
lado de cada una de las piedras. El cielo arrugó su espacio y bajó, dejó vacío
y una estrella cayó. A su lado sentó su destello y los dos pensaron. Un cóndor
se atrevió a nadar, un delfín a volar y el señor de las bestias se puso a
rezar. Aterrizó la Luna en otro mar, le pidió explicaciones el horizonte y se
presentó a un nuevo Sol. Se dieron la mano y en dos pulidas rocas sentaron sus
orgullos. Sopló a lo lejos un viento que solo arena comía, lo rescató el más
grande de los icebergs conocidos, lo limpió y junto a él lo sentó. Cuatro
piedras quedaban.
Una vela se prendió y el
hombre en su chorreada cera, escribió el nombre del trueno. El vacío se iluminó
y el inmenso rayo construyó inmensas telarañas de luz. Solo una, la más
poderosa tocó tierra y revivió al trueno en toda su intensidad. Hacía frío y
los últimos invitados no llegaban. Pintó el hombre una senda, dibujó en ella
mil atajos, le pidió al callado aire que en viento emergiera y al sueño, la
exquisita imaginación de un ser perfecto que le ayudara en su reunión. El aire
se convirtió en viento, arrastró al rayo con su trueno y juntos dejaron sus
traseros en tres sublimes piedras. El último invitado no llegaba. El sueño del
hombre no se realizaba y la discusión debía empezar. La puntualidad era
europea, el relax latino, la música tocaba caderas brasileñas y el tinto, un
viejo oporto, esgrimìa preocupado tersas lágrimas de madera indígena. Los
camareros vestían smoking de alta alcurnia y shorts de baja cadencia, zapatos
sin marca, lentes disfrazados de falsas dioptrías y calzoncillos de manga larga
terminados en un sutil tanga para que marcara sus deficiencias. El día-noche o
lo que fuera sería largo. Pero faltaba llenar la última piedra, una piedra que
daría razón, seguridad y quizás algo más.
Empezó la discusión. Cada quien
explicó su razón de ser y ésta, no era medida. Las añoranzas afluyeron, los
sentimientos brotaban en cada piel y las culpas lloraron. Le pidió el Sol una
explicación de monopolio de amor a la Luna, ésta se volteó, una estrella
sonrió, el viento le dio un manotazo de cariño y el rayo estuvo a punto de
prenderse. El trueno calló. Quiso el cielo dar su opinión y la Luna lo abrazó,
una estrella se acurrucó y el rayo palideció. El viejo y sabio hombre vio que
lo de siempre era aburrido y esperando a su último invitado, abrió un libro.
Tomó un sorbo de su Oporto, dejó el prólogo a un lado y empezó a leer en voz
alta y contundente: “ Todos
estamos destinados a entendernos, el Sol con el mar, la Luna con el amor, el
viento con el aire y el trueno con el rayo. Todos somos creación y por lo tanto
perfección, todos somos oportunidad y por lo tanto suerte…Todos somos amor y
por lo tanto, parte del Creador. La Luna hace el amor con su mar, el Sol
refleja estrellas, el viento reparte oxígeno, el rayo vive y el trueno avisa
que cayó. Y en todos ellos se creó esa cama Universal que todo lo mueve: El
cielo, el cómplice absoluto de la copulación universal, el techo del amor y el
jardín de los astros…”
De repente, un severo silencio
se apoderó del hombre. Todos lo miraron. Se escuchó un paso, luego otro y otro
más. Un sonido elegante, con rima de ángel y cadencia de tiempo hecho miel. La
niebla que estaba atenta entre el Sol y la Luna dejaba ver una silueta. El aire
no se atrevía a desvanecerla. El viento se hizo a un lado, el trueno embelesado
hizo camino para que a su lado se sentara, el rayo emergió duro y erecto a su
paso… Y el cielo se convirtió en arcoíris. Se levantó el hombre, arrodilló
bruces y otorgó su mano. Se prendió el Sol y un mar lleno de blanca espuma lo
medio apagó. Aulló un lobo que por ahí andaba, giró tres veces su cuello un
búho y solitas se rellenaron las copas del viejísimo Oporto. Las ceras
chorreaban sin estar prendidas, una estrella sentía escalofrío y la Luna se
llenaba de hermosura e infinito.
Se apartó la niebla, el silencio
enmudeció, la plegaria rezó y una silueta dibujó belleza. Llegó la mujer. El
maná del Creador a los hombres, agua de vida para el universo conocido y motor
de sueños para nuestra Tierra. Al lado del hombre se sentó y preguntó, le dio
la mano al Sol y éste sonrojó su fuego y luego le pidió perdón, se fundió en un
largo abrazo con la Luna y una estrella pudo limpiar su destello, el cielo
expandió su dominio, el rayo desdibujó hebras y cosió grandes haces de ternura.
El trueno ya dormido, calló. Los camareros despidieron su trabajo y la mujer
ante el hombre, desvestida se postró. Lo levantó con sumo respeto y entre sus
manos, ropas, botones y collares, trizas se hicieron. Literalmente lo desnudó y
un libro abrió, el prólogo de lado dejó y leyó: “Deja que te conozca, deja
sentirme en cada una de tus arrugas, deja que mi alma te lea y que tu corazón
copie mis latidos, déjame ser tu compañera y tu hada, déjame entrar en ti y
dejaré que tu, penetres vida en mí. Te ofrezco una nueva noche, una noche solo
conmigo”.
Obnubilado el hombre,
avergonzado de su vieja desnudez y pidiendo protección a la nueva noche, siguió
leyendo su libro. El nervio lo traicionaba, las sílabas entrecortadas en espesa
saliva casi no salían y se calló. Levantó sus mirada, fijó ojos en ese
maravilloso cuerpo, tiró el libro lo más lejos que pudo y se atrevió. Se
atrevió con la vida, con el destino y con el universo entero. Se atrevió con
él, con sus miedos, con su historia y con sus decisiones. Por un momento desvió
su mirada y vio sus invitados sentados y con diferentes actitudes. Ya el cielo
había tomado color con sus estrellas y su Luna. El Sol dubitativo porque no
sabía a qué diablos lo habían invitado, miró al hombre, le guiñó el derrame de
su ojo y se fue. El rayo cargó al trueno medio dormido y le pidió al viento que los llevara a la
parte que es ninguna. El hombre suplicò al aire que se quedara, que cerrara sus
ojos, que alimentara sus velas, que llenara sus copas y que le diera suficiente
oxígeno para complacer a esa gran mujer. El aire asintió, se quedó y escribió
alientos, gritos, gemidos, ilusiones y sueños porque el amor es poesìa, el
oxígeno vida, el hombre un animal y la mujer, la perfección Universal.
Soltò el hombre su instinto y la
mujer se llenò de frìas caricias. Vibrò el sueño, el cielo explotò luz, deshizo
sus velos la Luna y con ellos cubrió a la mujer. El hombre no entendía. El huracán
arrancò tierra y el rayo abrió la montaña, el trueno ensordeció al eco y el mar
embraveció su espuma. El hombre, atenazado por el miedo solo miraba y la mujer
esperaba ser tocada. Eclosionò el Universo y su mejor estrella mandò. Una
estrella que reflejaba la luz de cien soles, la frescura de mil rocíos y la
ternura que solo la pureza del amor puede exhalar. Su destello cegò al hombre y
abrió su mente. La llenò de sabiduría, le diò razón a sus instintos y cariño a
sus manos. Sembrò un sentimiento en su alma y un latido diferente en el corazón.
Abriò los ojos y viò a su hada cubierta con el velo de la Luna. Se acercò,
poquito a poquito la desnudò, mojò sus labios y con su saliva una poesía pensó.
Acariciò su piel. Esperò a que sus poros se abrieran y en cada uno de ellos un
verso tatuò. Abriò sus brazos el hada, el escalofrìo enchinò cien rosas y mil
pètalos del cielo cayeron. La luz enrojeció los cuerpos y el amor por primera
vez, tomò su color.
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