Dibujó
una ventana la ilusión, una pared la tomó, el aire robó impulso y un nuevo
sueño, en su azote la abrió. De par en par se mostró, su desnudez atraía mirada
y sus listones de vieja madera sudaban polvo y astillas. El viento de paso de
reojo la observaba, el jardinero de siempre la espalda le daba y los susurros
de su calle ni a sus oídos llegaban. Siempre en soledad pero siempre allí,
nunca cerrada pues aquel sueño jamás la
dejaba y siempre dispuesta a pintar, a sentir y a enseñar.
Era la ventana de mi niño, la ventana en donde veía lo que mi sueño quería
ver, lo que mi pensamiento quería imaginar y lo que mis ojitos querían mirar.
De frente esperaba, dejaba que el tiempo observara y que aquella ilusión, por
fin llegara. Caían mis pestañitas, respiraba hondo hasta el vientre, relamía
entre dientes mis labios y juntaba mis pies. Despacito hacia ella caminaba y
cuando su olor impregnaba el polen del día en mi carita, exhalaba poco a poco algunas
gotitas de mi alma.
Y
llegaba el artista cargado con cien pinceles y diez carbones, con transparentes
lienzos y sin caballete, con un pequeño sombrero y una hermosa bufanda gritando
a vieja. Repartía con sumo orden sus pinceles a muchos pequeños seres. Se quitó
el sombrero, arrojó la bufanda a un vacío que por ahí pasaba y dibujó dos
chasquidos con sus dedos. Del bosque profundo que no veía apareció un druida,
con su mano izquierda hizo a un lado su larga y blanca barba y con su derecha acarició
un dorado saxo. Respiró y su aliento empezó a mostrar notas de color. Del
horizonte un piano caminó, un frondoso árbol desnudó sus corchos y en él sentó
raíces. De pronto sus ramas se convirtieron en mil dedos y creó las más
hermosas escalas de música compuestas por algún antiguo cielo.
Llegó
el torbellino de la imaginación, el artista puso un carbón en cada uno de sus
dedos y empezó a bailar. Rechinaba el carbón, pintaba un pequeño pincel,
deslizaba color y más color una gran brocha, saltaban sombras entre luces,
verdes entre ocres y un azul que se creía cielo lloraba por pincel que lo
poseyera. Y mi niño soñaba, el artista dibujaba y aquellos seres pequeños
pintaban. La música era hermosa, el viento sentado miraba y el pensamiento de
un pájaro esperaba a ser dibujado para volar. Todos los días el paisaje
cambiaba, se reinventaba y mi niño imaginaba, soñaba y creía.
Pasaron algunos años y aquel niño dejó de serlo. Por un tiempo la
ventana se cerró y solo era acariciada de tanto en tanto por un terco trapito
de extraño algodón con lino. La pared entristeció su pintura y aquellos
listones envejecieron sus astillas hasta el dolor de sus cristales. Pasaron
cincuenta años y aquel hombre necesitó soñar y se acordó de aquella ventana. La abrió y de frente esperó. Cerró sus ojos y respiró
hondo hasta el vientre, entre dientes relamió sus labios y junto los pies.
Despacito caminó hacia ella, dejó que un olor a polen se impregnara en su cara
y exhaló.
Todo era oscuridad, nada se imaginaba, el
pensamiento huía y el sueño no llegaba. Lo intentó una y otra vez, se concentró, respiró más y más profundo hasta
que el vientre doliera y nada cambió. De repente una pequeña luz se dibujó,
expandió su forma y en espejo se convirtió. A su lado, otro creció. Y otro y
otro y otro, hasta cien. El hombre miraba y se veía, buscaba y solo se veía,
respiraba y los espejos exhalaban. Todo era vacío y en él se abrazaba. El sueño
era él. Él mismo se soñaba, miraba y se miraba solo. Tembloroso pensó que había
perdido la capacidad de soñar. Recordó que su alma tenía que dar, que la tenía
que sentir para que el sueño fuera dibujado en su realidad. Y lo hizo. Juntó
con fuerza el alma a su corazón y cuando exhaló, sintió como unas gotas de su
alma vivían, sufrían y le explicaban que soñar es costumbre de niños, menester
de hombres, ilusión de amantes y culto de poetas. El sueño se hizo a si mismo,
la ilusión abrazó historia, la imaginación escribió poesía y el pensamiento fluyó
suave en la ternura de su cielo. El paisaje más hermoso y maravilloso sólo se pintó,
aquellos cien espejos se convirtieron en un lago donde millones de gotas
dibujaban una y otra vez las puntas de los más perfectos diamantes. Se pegaron los colores en las cuatro
estaciones y se escribieron en cada una de ellas. El cielo era verso y las
nubes algodones de ternura, los pájaros no esperaban a ser dibujados pues ya
volaban y la música brotaba y brotaba por todos los rincones. Recordó que
cuando era niño, soñar era su estado natural. Lo hacía sin más. Y se preguntó
como fue que al crecer perdió aquella capacidad, como fue que perdió la fuerza
de su alma y cómo fue que permitió que aquella ventana hubiera estado cerrada
por tantos años.
Jamás
pierdas la capacidad de soñar, abre la ventana y deja que tu alma te haga
volar.
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