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lunes, 30 de octubre de 2017

ESPEJOS...


                   Dibujó una ventana la ilusión, una pared la tomó, el aire robó impulso y un nuevo sueño, en su azote la abrió. De par en par se mostró, su desnudez atraía mirada y sus listones de vieja madera sudaban polvo y astillas. El viento de paso de reojo la observaba, el jardinero de siempre la espalda le daba y los susurros de su calle ni a sus oídos llegaban. Siempre en soledad pero siempre allí, nunca  cerrada pues aquel sueño jamás la dejaba y siempre dispuesta a pintar, a sentir y a enseñar.
                    Era la ventana de mi niño, la ventana en donde veía lo que mi sueño quería ver, lo que mi pensamiento quería imaginar y lo que mis ojitos querían mirar. De frente esperaba, dejaba que el tiempo observara y que aquella ilusión, por fin llegara. Caían mis pestañitas, respiraba hondo hasta el vientre, relamía entre dientes mis labios y juntaba mis pies. Despacito hacia ella caminaba y cuando su olor impregnaba el polen del día en mi carita, exhalaba poco a poco algunas gotitas de mi alma.
                    Y llegaba el artista cargado con cien pinceles y diez carbones, con transparentes lienzos y sin caballete, con un pequeño sombrero y una hermosa bufanda gritando a vieja. Repartía con sumo orden sus pinceles a muchos pequeños seres. Se quitó el sombrero, arrojó la bufanda a un vacío que por ahí pasaba y dibujó dos chasquidos con sus dedos. Del bosque profundo que no veía apareció un druida, con su mano izquierda hizo a un lado su larga y blanca barba y con su derecha acarició un dorado saxo. Respiró y su aliento empezó a mostrar notas de color. Del horizonte un piano caminó, un frondoso árbol desnudó sus corchos y en él sentó raíces. De pronto sus ramas se convirtieron en mil dedos y creó las más hermosas escalas de música compuestas por algún antiguo cielo.
                     Llegó el torbellino de la imaginación, el artista puso un carbón en cada uno de sus dedos y empezó a bailar. Rechinaba el carbón, pintaba un pequeño pincel, deslizaba color y más color una gran brocha, saltaban sombras entre luces, verdes entre ocres y un azul que se creía cielo lloraba por pincel que lo poseyera. Y mi niño soñaba, el artista dibujaba y aquellos seres pequeños pintaban. La música era hermosa, el viento sentado miraba y el pensamiento de un pájaro esperaba a ser dibujado para volar. Todos los días el paisaje cambiaba, se reinventaba y mi niño imaginaba, soñaba y creía.
                     Pasaron algunos años y aquel niño dejó de serlo. Por un tiempo la ventana se cerró y solo era acariciada de tanto en tanto por un terco trapito de extraño algodón con lino. La pared entristeció su pintura y aquellos listones envejecieron sus astillas hasta el dolor de sus cristales. Pasaron cincuenta años y aquel hombre necesitó soñar y se acordó de aquella ventana.  La abrió y de frente esperó. Cerró sus ojos y respiró hondo hasta el vientre, entre dientes relamió sus labios y junto los pies. Despacito caminó hacia ella, dejó que un olor a polen se impregnara en su cara y exhaló.
                     Todo era oscuridad, nada se imaginaba, el pensamiento huía y el sueño no llegaba. Lo intentó una y otra vez,  se concentró, respiró más y más profundo hasta que el vientre doliera y nada cambió. De repente una pequeña luz se dibujó, expandió su forma y en espejo se convirtió. A su lado, otro creció. Y otro y otro y otro, hasta cien. El hombre miraba y se veía, buscaba y solo se veía, respiraba y los espejos exhalaban. Todo era vacío y en él se abrazaba. El sueño era él. Él mismo se soñaba, miraba y se miraba solo. Tembloroso pensó que había perdido la capacidad de soñar. Recordó que su alma tenía que dar, que la tenía que sentir para que el sueño fuera dibujado en su realidad. Y lo hizo. Juntó con fuerza el alma a su corazón y cuando exhaló, sintió como unas gotas de su alma vivían, sufrían y le explicaban que soñar es costumbre de niños, menester de hombres, ilusión de amantes y culto de poetas. El sueño se hizo a si mismo, la ilusión abrazó historia, la imaginación escribió poesía y el pensamiento fluyó suave en la ternura de su cielo. El paisaje más hermoso y maravilloso sólo se pintó, aquellos cien espejos se convirtieron en un lago donde millones de gotas dibujaban una y otra vez las puntas de los más perfectos diamantes.  Se pegaron los colores en las cuatro estaciones y se escribieron en cada una de ellas. El cielo era verso y las nubes algodones de ternura, los pájaros no esperaban a ser dibujados pues ya volaban y la música brotaba y brotaba por todos los rincones. Recordó que cuando era niño, soñar era su estado natural. Lo hacía sin más. Y se preguntó como fue que al crecer perdió aquella capacidad, como fue que perdió la fuerza de su alma y cómo fue que permitió que aquella ventana hubiera estado cerrada por tantos años.
             Jamás pierdas la capacidad de soñar, abre la ventana y deja que tu alma te haga volar.


                   
                  

                 

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