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martes, 8 de enero de 2019

ENTRE HILOS Y HEBRAS.



            Suelta el ovillo todo su hilo, un dedo lo sostiene erguido, la mano entre caricias lo teje, tiembla el brazo y un arrugado cachete, sonroja el nudo de un estambre viejo y muy cansado. Una incipiente lluvia se pega a la ventana, frondosas venas recubren el dorso de su palma, un viejo tiempo abraza su retina ya empañada y una lejana música desde un antiguo radio, desgarra su alma y también de su cara, una lágrima.
             De la vida era una olvidada, también de sus hijos, del gobierno, del parque y sus sillas, de aquella religión a la que había regalado tantas misas, del silencio cuando tapada sentía frío porque aquellas cobijas eran parte de un destino, que no había escrito. Se imaginaba jugando con sus nietos, discutiendo con su nuera, cocinando delicias con sus yernos, descubriendo colores en cada primavera y también charlando de banales cosas,  con una vecina siempre inquieta.
             Todo era distinto, la sociedad había dado su veredicto, estaría sola, abrazada por un estambre que no había elegido, tejiendo para nadie, preguntando a los miedos de sus vacíos, a los hielos de un sufrimiento clavado como cilicio, leyendo en el tembloroso respirar, que en su boca convertía el aire, en un viento sin sentido. Sus arrugas la habían elegido, tersas y suaves, sin mentiras ni anclajes, ancianas, llenas de experiencia, piel con miel en la sonrisa traviesa, también perfectas y en cada uno de sus bordes, escrito un verso que en el manchado espejo, la dibujaban todavía mujer, madre y abuela en cada amanecer.
             Lloraba y lloraba, tanta soledad exprimía su alma, sus decisiones recordaba, aquellas palabras pidiendo un amor que la llenara, también los gritos que la vejaban cuando le daban la espalda, ademanes que nunca había enseñado a sus hijos y que en su memoria tanta tristeza dibujaban, los gestos del profundo desprecio y de tanto en tanto,  el calor de aquel perrito que a su falda se pegaba y era el único, que le mostraba su aprecio.
              Como siempre, a las seis de la mañana, sacaba de su pañuelo unas guardadas migajas, las de ese pan que ya añoraba y otra vez necesitaba, ese pan que día con día con mucho trabajo su saliva tragaba…ese pan que era ilusión cada vez que de su mesa la mano temblorosa, con cariño abrazaba. Con mucho cuidado las posaba sobre la repisa de su ventana, con una disimulada sonrisa esperaba y se atrevía con una carcajada cuando un pajarito de dos colores, con su pequeño pico las tomaba. Era la parte de aquel sueño que más recordaba, en su encierro no había ventanas, tampoco pan al que migajas le sobraran, solo el dormir aciago en un asilo que como ella, no tenía colores ni alboradas.
               A las siete en punto, tapó el ocaso con blancas sábanas, se arrulló con su almohada, oró por sus hijos, por una nuera no recordada, por sus nietos y por aquel yerno que un día, la sacó de su casa. Otra vez lloró, hoy no soñaría con su ventana, tampoco con las migajas ni colores que disfrazados de alba comieran con su pico del pañuelo que guardaba. Resbaló por su cara la última lágrima, la pegó a su dedo, la acicaló con su palma, entró a la Luz y en sus manos la convirtió, en hilo y hebra para su alma.
           

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