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viernes, 20 de abril de 2018

EL CONFESADO. (CAPÍTULO 1)



                 Empezó el sacerdote su liturgia y cada vez se mostraba más osado al leer un sermón que por tan preparado, parecía dogmatizado. Al fondo una viejita le rezaba al agua bendita con la mirada perdida en un santo que no conocía y dos monaguillos guiñaban pícaros sus ojitos al ver una muchacha que los miraba fijos. El silencio pedido no se dejaba ver en el atrio de aquel edificio, dos almas juzgaban a una vecina sin arte ni beneficio, un niño buscaba una pequeña pelota que creía haber perdido y un desarrapado mendigo le prendía una vela al bendito en medio de grandes chasquidos. Rechinaba su antigüedad un banco de pino cada vez que alguien pedía las bruces arrodillar y susurraba en voz alta un cristiano al pedir otro destino y quizás otra oportunidad. Retumbó el primer golpe de pecho y las miradas se cruzaron, las conciencias juzgaron, de reojo pensaron, las palabras del sacerdote callaron y los de la primera fila sus pecados recordaron. El incienso olía tenso, las velas cansadas chorrearon y los del coro cantaron. Brincaron las aleluyas, el vitral estaba caliente, una niña lo miraba pendiente porque le habían dicho que de repente una paloma asomaba silente, pero desde el fondo de su alma, sabía que hoy sería diferente pues no habría paloma y después, le contarían lo de siempre: que solo se aparece en diciembre, que espera que la iglesia esté sola porque no le gusta volar de boca en boca y que cuando la ve un penitente se viste de espíritu para parecer diferente. Y una voz sonó impertinente, era la de un confesor que se creía de la verdad poseedor, un pedazo de inquisidor que disfrutaba que la penitencia fuera dolor, pedía absoluta sumisión para dar perdón y un sublime arrepentimiento para otorgar su redención. El confesado sentía su orgullo destrozado y se preguntaba si aquel hombre que le había escuchado era de carne o un robot venido del espacio, que lo que le pedía no se correspondía a los pecados que tenía, que tanta oración de nada le serviría pues le gustaba demasiado su vecina y que si verla ya no podía, no se arrepentiría. Los fieles más cercanos lo escucharon y se pusieron de su lado, le dijeron al confesor que era él quien debía ser confesado y aquella vecina, que todo miraba desde una esquina, mostró el cuerpo que Dios le había dado. De prisa la vistió el susodicho confesado y con pícara sonrisa se la llevó a otro lado, el pecado urgía, el deseo mandaba y mientras tanto, el público aplaudía su osadía. El murmullo era insistente, el golpe de pecho penitente no sabía si quedarse o salir del cuerpo de manera decente, aquel sermón yacía sordo en los oídos de aquella gente y de repente empezaron a oler el asado de unos pollos que ya estaban al dente. Pensó el orador que tomar su vino era pertinente, que no invitaría a ningún presente, que con su bendición sería suficiente y que nadie se atreviera a preguntarle de donde viene porque quizás no le creerían ni su sermón ni el hábito que sostiene. Despidió el sacerdote a su gente no sin antes pedir una limosna para su diente, un padre nuestro para los que no tienen quien los sustente y un ave maría para que terminaran de pasar su día.
              Salieron aquellas almas del templo, entre palabras comentaban lo que pasó dentro, seguían cruzadas las miradas, solo las manos mostraban su empeño y cada quién juzgó a cada cual con denostado ceño. La lluvia arreciaba y la niña todavía por su paloma se preguntaba, el niño jugaba con la pelota, el mendigo pedía un palillo para que su diente no estuviera a solas y a lo lejos, perdidos en una gran alcoba, pecaban sin prisa el confesado y su vecina, en una penitencia que sabía a gloria. Cerró el sacristán la puerta, el confesor dejó su silla y el sacerdote se puso a contar la calderilla. Recogía lo que quedaba en el altar el monaguillo, su compañero terminaba con el poquito vino y ya se hacían planes porque la hora era llegada y afuera los esperaba aquella muchacha. El pecado persistía, la tentación en sus manos lo sostenía, era domingo y se había terminado la misa, al confesor le pedirían una amnistía, al cielo que se olvidara de ellos por un día y a aquella muchacha que les diera una alegría. (Continuará)



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