Terminó el
confesado su orgía con la vecina, bajó las escaleras del hotel con enseñada
valentía y con sorpresa, casi llegando a la puerta, vio a su hija que una habitación reservada pagaba con su tarjeta visa. La seguían los dos
monaguillos de aquella iglesia que sin vergüenza y con prisa ya se estaban quitando la camisa. El confesado
a la pared arrimado, con sorpresa veía, pero irse tenía porque estaba por bajar
la vecina. Y como el destino no está escrito pero alguien lo mantiene en
entredicho, la hija se encontró con la susodicha, el monaguillo le sonrió al
compañero, el saludo fue sincero y enseguida supo que su padre, no andaba
lejos. El miedo la perseguía pero con ella el deseo podía, eran tantas las
ansias que tenía por cumplir su fantasía que olvidó la tarjeta, su
identificación y algún que otro perdón que estaba segura, su padre, necesitaba
en el corazón. Éste salió corriendo en busca de un espacio donde solo lo
conociera el viento, pasó por la iglesia y sorprendido en su aliento, vio como
el sacerdote por el sacristán era despedido y abrazado con un hasta luego
bastante comentado. Estupefacto el confesado lo investigó. Vestido como si de
un letrado se hubiera disfrazado, se preguntó a donde iría tan arreglado y que
caro era el perfume que hasta su esquina había llegado. Decidió seguirlo y de
cerca caminarlo, con sorpresa vio que tomó la senda que antes había andado y
solo con pensarlo, supo que también en su hotel había reservado. Se arrancó la
cautela de cuajo y a dos metros de la puerta intentó con la mano en el hombro
pararlo: no podía permitir que viera a su hija y a sus dos monaguillos en el
pecado. Pero de repente una mujer de frente lo saludó con sumo agrado, era la
mujer de primera fila, la que el golpe de pecho le había separado los senos y
retumbado en pecados ajenos, la de ojos de taberna y mirada de consejera, la
que se creía jueza y ahora comprendía, que era una cualquiera. Se agachó el
confesado simulando un billete encontrado para que nadie se diera cuenta que
los estaba mirando. Entraron al hotel y él se quedó pensando en su hija, en los
dos monaguillos y quien sabe en qué oscuro pecado.
Se le hizo raro porque no
subieron las escaleras, el señor de la recepción los acompañó con extraño
agrado y no vio que pagaran con ninguna moneda, solo unas buenas tardes, las llaves de un candado y quién
sabe qué carta le diera que el sacerdote, la cogió como si supiera.
Mientras tanto su hija en la
fantasía se relamía. En su teatro se creía caballo, perrito o misionero de
aguas benditas. Después de tantos años, su corazón ya no latía despacio y solo
esperaba que aguantaran sus ansias aquellos muchachos. Gritaba el monaguillo y
el compañero se arrodillaba para ver más de cerca por donde gozarla, suspiraba
la muchacha y la cama temblaba. Los tres se disfrutaban y recordaban aquella
primera humedad donde en el amor aprendieron a nadar, aquel primer beso que
ahora caminaba ahogado en los labios de otro mar y aquel sudor de piel que empapaba sus cuerpos hasta la saciedad.
Y el destino siempre
infiel al camino, guardaba en su latido la más grande sorpresa, que aquel confesado
hombre hubiera imaginado y jamás inventado.
Con la quijada tensa, solo miraba, no
sabía a dónde ni si servía para nada, pero era mejor sentirse perdido que
atrapado en un sentimiento tan controvertido. Sentado en el suelo, a un lado
del banco que le daba flanco para que nadie lo viera meditando, respiraba unas
palabras que su pobre conciencia había pintado de blanco. A lo lejos divisó a
un amigo, ya de cerca vio que no era aquel sereno de sus noches de borrachera,
ni su pañuelo de lágrimas que una vez le ayudó a cruzar la acera porque sus
pies habían perdido la decencia. Al saludar a su amigo, le confesó lo que había
vivido y el que una vez fue sereno le comentó con tino que ya lo sabía, que no
era la primera vez que sucedía y que para él la extrañeza no tenía sentido. El
hombre se sintió aliviado por las palabras de su amigo, cuando éste con un
sutil gesto lo convidó a mirar hacia un perdido rinconcito. Caminaba la vecina
acompañada de la mano, no era su hermano ni ningún pariente cercano, era el
hombre que hacía unas horas, lo había confesado. El cielo se derrumbaba, las
preguntas hacían falta, el sereno que ya no lo era se fue y le dio la espalda, la
tormenta arreciaba y buscaba algún balcón, porque había olvidado su paraguas....(Continuará...)
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