Me pidió el sueño que me
atreviera y le pedí a mis sábanas que mi desnudez envolviera. Olía el viento
raro, el aire a quemado y un aliento a cierto azufre que ya me habían contado.
Busqué con rapidez una silueta con rabo, cuernos y cara de bestia, bajo los
leños, a un lado de una caldera y por los travesaños de una roñosa escalera.
Quería saber si era cierto que estaba en el infierno, si en realidad este era
el averno o si una vez más, estaba confundido o perdido en algún dictatorial congreso.
De repente escuché gritos, eran desgarrados pero tampoco tan sufridos, no eran
de niños ni orgía hecha en gemidos. Me apresuré y a una puerta me acerqué, me
anudé fuerte la sábana no me fueran a ver y de una patada la tumbé. Ahí dentro,
había un hombre y una mujer, quemados en aspavientos y chamuscados de odio y
falta de talento. La mujer gritaba y el hombre escuchaba, el hombre pegaba y la
mujer lo miraba, la mujer lo pateaba y el hombre lloraba rabia, el hombre
prometía y la mujer mentía, la mujer renegaba y el hombre una copa tomaba. Era
un infierno privado, para inteligentes no apto y lejos, muy lejos de un buen teatro.
Y se oían más gritos, pero ya no quería ver nada repetido, el tiempo del sueño
es escaso y no está permitido gastarlo ni vivirlo perdido. Busque al diablo
pero no tuve la suerte de encontrarlo, hablé con el conserje más anciano y me
dijo que estaba muy ocupado en quien sabe qué cumpleaños. Despacio bajé unos
peldaños, chirriaban como si a cien ratas estuvieran soldados y me acerqué con
sumo cuidado a un balcón que decía “humanos”. Me sentí como si estuviera en un
zoológico atrapado, vi mi raza sumida en el más absoluto colapso, una película
una y otra vez repetida en cada rincón de esta vida: un nuevo holocausto se
estaba dando en Siria y el hombre sentado todo consentía, niños, mujeres y
hombres por cientos morían cada día, en otro lado la rebeldía se malentendía,
la cárcel se extendía, las ideas eran reprimidas y el hombre para poder pensar
diferente, tenía que huir deprisa y dejar su tierra y a su gente. El hambre
cada día era más grande, se cruzaban desiertos y se ahogaban en mares, el gobierno no permitía un obligado rescate, las
diferencias sociales eran abismales, las carencias infrahumanas y los brazos
del poder, cada día más podridos, corruptos y envainando espadas. Cada vez
había más ricos ¡tantos! Que faltaba dinero para todos ellos…cada vez había más
pobres ¡tantos! Que faltaban lágrimas para sostenerlos.
Sentí una ardiente mano posada
en mi hombro derecho, Satanás estaba al acecho, lo saludé asustado y me quemó
al darme la mano: “Ya casi por aquí no vengo, ustedes me quitaron el infierno,
ahora está ahí dentro” y me señaló con su dedo, lo que estaba viendo.
Despedirme quise pero acercarme no pude, era tanto el hedor que mi cuerpo
vomitó un extraño sudor y entendí porque en mi tierra la sangre a quemado olía,
las balas a una lepra que poco a poco carcomía y el político al más profundo
azufre, porque del averno venía.
No nos equivoquemos porque el infierno
no está lejos, ni más allá, ni debajo, ni es eterno, no es lo contrapuesto al
cielo ni se queman pecadores en hogueras, solo una idea del hombre, que en su
empeño, lo puso aquí dentro. Con prisa de aquel ser me despedí, quería
acercarme y darle una palmada en su espalda pero olía a humo y al inquisidor
Torquemada. Decidí marcharme, decirle al sueño que me llevara a otra parte, explicarle
a mis ojos que no había tanto odio ni un infierno humano y así sentirme igual
que tantos hombres: mirando de lejos, sentado y con una cerveza en la mano.
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