Como
cada otoño, dispuso el mercader su mesa. Deslizó el largo mantel cual aviso de
una prometida elegancia y puso un candelabro en cada una de sus esquinas. Los
vistió de rojas y blancas velas, de la brasa de un viejo leño sacó fuego, una
por una las prendió y dejó que la sutileza de sus flamas crearan el obligado
ambiente. Un extraño frío afiló su aire
y aquel viejo hombre, abrigó de una ajena piel su espalda. Árboles sin hojas y
gris cielo, un río bajando en silencio sus piedras y nieve fotografiada en
lejanas montañas. Sentó su cansancio y esperó.
El
tímido Sol se atrevió y poco a poco un horizonte se reflejó en su espejo, un
gran espejo a un lado de aquella vacía mesa. Puso el incipiente día sus aceras y de ciegas
farolas las llenó. Algunas fachadas vibraban sus pinturas y otras las lloraban.
Algún portal se quejaba y otros barrían con esmero una querida soledad. Una
ventana se medio abría empapada en helado rocío, otra bajaba su persiana y
muchas lamentaban el constante acoso del impertinente polvo. Ya el sereno
guardaba sus llaves cuando un elegante caballo detenía su medieval caballero en
frente de la mesa de aquel mercader. La
respuesta no se hizo esperar:
-
Aquí no hay nada para usted mi distinguido
amigo.
No se inmutó y con detenida atención
observó aquella mesa. Vacío sobre el blanco mantel, cansadas velas goteaban de
color rojo y blanco, un mercader sin nada que vender y una triste mirada
clavada en su apariencia.
-
Le dije que no tengo nada para usted amigo. No
pierda su tiempo y no me haga perder el mío. Lo único que hay aquí son
sentimientos, pero ya todos los vendí y solo me queda esta enorme tristeza.
Atónito el caballero acicaló su
bigote, después la perilla y habló.
-
Quiero comprar su tristeza.
-
¿Qué le hace pensar que la quiero vender?
-
Usted ya no puede con ella. Es demasiado grande.
Y yo la necesito.
-
Es muy valiosa. No se la venderé. Ya es parte de
mí.
-
Se la cambio por mi caballo. Es un pura sangre
de realeza extranjera.
-
No
-
Tome mi mano
Con sumo respeto aquel
mercader tomó la mano de aquel gentil caballero y sintió una gran aspereza
caminar por su piel, un sudor gélido se apoderó de su alma y mirando aquellos
inertes ojos, le preguntó.
-
Con el
debido respeto… ¿Por qué necesita tanta tristeza?
-
Porque necesito valorar tanta alegría, tanta
felicidad y tanta dicha.
-
Pero entonces…
Aquel
gentil caballero no lo dejó terminar…
- En cualquier momento mi alma
extenderá su mano, el tiempo una lágrima me regalará y partirá. Veré el cielo
del que nací, el viento del que un día me enamoré, aquella nube que de sonrisas
mojó mi tierra y acariciaré las plumas de aquella águila que en su vuelo me
llenó de paz. Renovaré el compromiso con la vida y dejaré que el verso se
escriba sólo, más allá de la muerte.
Pero no lo haré sin haber conocido la tristeza, la profunda tristeza que
usted tiene.
-
¿Nos conocemos?
Asintió el caballero y no dio más
información.
Puso el pie en aquel estribo,
acarició su caballo y se marchó.
-
¡Vaya usted con Dios! (gritó con educación el
mercader)
El caballero con un gentil ademán
contestó.
Aquel mercader atesoró mucho tiempo aquel
sentimiento. Fue una dura compra que por
años dio sentido a su vida. Todos los días aquel hombre su vacía mesa montaba.
Sus candelabros, sus velas y el crujir de una fogata escribían la tristeza de
una vida que jamás vendería porque cuanto más profunda, más amaba su felicidad
cuando la tenía.
Tres otoños después aquel gentil
caballero pasó por enfrente, el mercader lo sintió desde antes y en medio de su
camino se atravesó.
-
Disculpe amigo…
Sus palabras temblaron. Aquel caballero
era un quejido de vida encima de un caballo, su apariencia afable se había
desdibujado en mil pedazos, su elegancia pintaba costras de un mal parido
destino y su mirada, ni ojos tenía.
-
¡Por Dios Señor! ¿Qué ha hecho con su vida?
-
Hace diez otoños, escondí sentada mi alma en
aquel portal mientras a usted observaba. Lo vi cruzar este enorme espejo y lo
seguí.
-
¡Claro! Ahora lo recuerdo… ¡Usted me vendió esta
enorme tristeza!
-
Lo seguí hasta aquella plaza, una plaza donde
los sentimientos de miles de personas eran subastados. Gente de almas tristes y
otras con corazones rebosantes de generosidad; personas que como yo, nos
desprendimos de sentimientos que no queríamos en nuestras vidas, pero no
entendíamos que esos sentimientos se complementan y que para tener alegría
también hay que sufrir tristezas porque sino, en el camino esa alegría deja de
tener significado, se convierte en rutina y tu vida deja de tener sentido.
-
¡Qué bien habla usted mi gentil caballero!
¡Venga acompáñeme!
Y aquellos dos hombres cruzaron una vez
más aquel espejo: el moribundo caballero acicalaba tembloroso su incipiente
barba y el mercader angustiado por su amigo, temblaba sus pasos en cada
respiración. Llegaron a la plaza y un viejo sabio explicaba con verbal
intensidad sus enseñanzas. Seguido con suma atención por los más jóvenes, hizo
una pausa y con un sutil ademán, invitó al gentil y al mercader a sentarse
junto a él. Y el sabio prosiguió:
“Al
principio ni el vacío existía. Sentado, un viejo silencio respiraba su aliento.
El espacio era intención y el tiempo una ilusión. Despacito latía una energía
en la nada, una energía pura y eterna. El silenció la poseyó y poquito a
poquito en su regazo, dormida se quedó: empezó a imaginar y en cada caricia del
silencio un nuevo sueño la penetró, se emocionó, lloró, tembló, sonrió y empezó
a crear, a crear, a crear…
Creó
todo lo que sentía, lo que en su sueño vivía y lo que su gran poder de
sugestión le permitía. Sintió el silencio el profundo escalofrío de la primera
creación, vibró potente la energía y ocurrió la gran explosión, el Big Bang
creador, el todo imaginado y la gran expansión de aquellos sueños. Y esto es lo
que somos, una pequeña parte de los sueños de una energía pura y eterna.”
Una vez terminado, se dirigió al gentil
caballero y con tierna mirada le habló.
-
Usted también es parte de ese gran sueño, un
sueño Universal, un sueño donde los colores de las emociones pintan los más
profundos sentimientos, donde las caricias no se explican sino que están y
donde la tristeza vive con la felicidad, la generosidad con la envidia, el odio
con el amor, la pobreza del espíritu con la riqueza del alma y la ilusión con la
depresión. Porque sin uno no existiría el otro. Usted vendió su tristeza y jamás
pudo explicar su felicidad porque nunca la sintió. Es menester que los
sentimientos convivan y así tomen su exacto valor, es menester que se
complementen y así poderlos sentir en su intensidad…Es menester que ambos estén
en el sueño y así poderlos explicar.
Y
dirigiéndose al mercader, le ordenó devolver aquella gran tristeza al gentil
caballero y seguidamente sentenció:
-
Cruce el espejo y no se asuste: se romperá en
mil pedazos y ya no podrá volver. Ahora será feliz, pues sentirá tristeza, una
lágrima caerá por su mejilla y sabrá sentirla, un escalofrío recorrerá su
espalda y podrá dibujar un sentimiento, su energía se regenerará y la próxima
vez que se atreva a soñar, explicará la felicidad que por siempre ha tenido y
que nunca ha sentido.
Y así
lo hizo aquel gentil caballero. El espejo se rompió en mil pedazos y por
siempre comprendió que para sentir algo, debes haber sentido su cara oscura,
que para gozar, antes hay que sufrir, que para ganar, antes hay que luchar y
que para vivir, a veces hay que morir.
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