Perdida estaba una inspiración entre libros, viejas
estanterías y balbuceantes chispas de ardientes ceras. Buscaba un pensamiento
acogedor, un abrazo entendido o una promesa que por contrato del alma se
atreviera a escribirla. Reciclaba tiempo y miraba una luna por la primera
ventana, acicalaba cara en el viento o dejaba que el desdén del aire jugara con sus cabellos. Nacida en el
quinto cielo del tercer universo, contaba estrellas y por sus destellos las
clasificaba, recogía plumas en alas de ángel y dormía su espera, respiraba luz
y siempre sudaba ternura en su piel para aquél que osara poseerla.
Ya el
pintor dibujaba en carbón el ocaso de aquel impertinente Sol de verano, el
músico afinaba ajenas cuerdas para su bohemia, un escultor moldeaba el
horizonte y lo pegaba silencioso a su mar, una bruja despeinaba su escoba y el
poeta esperaba la caída de un hielo en su esperado whiskey. La noche retaba al
nuevo cielo y de colores hablaban, un extraño viento susurraba sus esquinas, el
osado polvo recostaba sus motas en portales y el sereno juntaba sueño y llaves
en una maltratada mochila de nocturnas experiencias.
Y
caminaba solo un viejo pensador de sentimientos, un huraño cautivador de letras
y un malvado cazador de perdidos sentidos.
Un extraño aire disfrazado de nube lo envolvió, un sudor frío recorrió
su espalda, chorreó el cielo sus ceras y en su cara poco a poco, una luz
desarrugó la impertinencia de sus ansias. Se acordó de un pecado llamado vida,
de una cálida mirada que hacía mucho tiempo recorrió su cuerpo, de aquella mano
que sostenía caricias en cada uno de sus dedos y de aquella sonrisa que
explicaba un amanecer, en el húmedo beso a una ajena piel.
Al lado
de su árbol de siempre se iba a sentar cuando un rayo en dos lo partió, la
tierra se abrió, el vigente trueno tartamudeó dos veces su eco y un ángel lo
empujó entre alas al abismo de la profunda ilusión. El sueño envolvió de azul
su caída y el vacío en arcoíris se transfiguró. Sonrojado el precipicio, no
mostraba sus paredes. El silencio silbaba infinito y poco a poco sus ojos se
cerraban a la nostalgia de un trance anunciado. De repente escuchó un ronco
saxo lejano, el tiritar suave de las teclas de un piano y la exclamación
consistente de siete trompetas. Era tal la belleza de aquella melodía que su
piel enchinó, abrió poro a poro su piel, transpiró un pellizco de sudor en cada vértebra y
convirtió su saliva en miel.
Su gran
vacío se transformó en una enorme playa, una playa que acogía en sus arenas la
espuma de siete mares, los corales de todos los océanos y los horizontes de
cinco cielos. Maravillado aquel pensador, llenó puños de sal, acarició miradas
de colores y una y otra vez dejó que sus pies mojaran sus huellas en aquellas
siete espumas. Como nunca, sintió. Como jamás, imaginó. Navegó en sueños de mil
corales, en cuentos de pequeñas hadas y voló los cielos de cien universos. Ya
no era cautivo del tiempo ni medidor compulsivo de distantes espacios, no solo
miraba estrellas sino que comprendía sus destellos…No admiraba Lunas, las
poseía con cada verso que recitaba.
Su
cuerpo expandió su forma, el pecho se abrió y en él penetró la Luz. Asomó su cara
el alma, el latido fue intenso, la piel fue papel, el sudor tinta y los dedos,
finas plumas de ave. La inspiración lo poseyó tan profundo que cada una de las
arterias vibró su acorde y nació la melodía de un sentimiento siempre buscado,
extrañado y nunca escrito. Mostraba el éxtasis una pasión y una musa caminaba a
su derecha. Desnuda en velo de luna, el erotismo la gemía. El hombre la sentía
y la escribía. La tocaba y la escribía. Las caricias forraban ternura en piel,
las miradas pecaban y la musa consentía. El deseo se plasmaba en cada verso y
aquel sentimiento escrito excitaba cada gota de sus tintas hasta el compartido
orgasmo. Aquel hombre escribió a la musa del amor.
Embravecían sus olas aquellos mares, la brisa se llenaba de su sal y una
segunda musa caminaba por su izquierda. Desnuda y llena de los más hermosos
corales, del séptimo mar había venido. El clímax de la libertad estaba ya
escrito en sus ojos. Su cadencia, elegante. Su seductora contorsión, pedía a
gritos que la escribieran y aquel hombre la escribió. Y vió que era necesaria y
otra vez la escribió. Y vió que había que luchar por ella y otra vez la
escribió. Y sintió que era única y la escribió…Y la escribió como bandera de
pueblos, como protectora de vida, como promesa de lucha y como fin de la
felicidad. Aquel hombre escribió a la musa de la libertad.
Alisó
el cielo su color, quitó sus nubes y dejó que los vientos embravecieran su
poder. Fue tanto su atrevimiento que arrancaron el espejo de cada uno de los
mares y de todos hicieron uno. Lo
postraron enfrente de aquel hombre y de él una tercera musa salió y le habló: “Mírate
y escríbete, porque las tintas deben ser tatuadas en ti para que las puedas
respirar, el sentimiento lo debes sentir para que lo puedas hablar y la
nostalgia de tu música debe rasgar las cuerdas de tu alma para que cuando te
reciten, te conozcan.”
Y aquel
viejo pensador de sentimientos, aquel huraño cautivador de letras y aquel
malvado cazador de perdidos sentidos, se escribió. Y escribió sus miedos, sus
lágrimas, alguna perdida sonrisa y alguno de sus tantos sueños. Escribió como
era el fuego de su corazón y a veces el frío que recorría su alma. Escribió en
letras la música que escuchaba cuando lo sentían, describió cada caricia que el
amor le había dado y escribió con tinta de sangre lo que para él significaba la
palabra Libertad.
Desde
entonces aquel hombre no tiene miedo al escribir porque ya sus miedos relató, jamás escribe una ternura que no haya sentido
porque seguro en un sueño la acarició y ya no está a merced de la inspiración
porque en él, siempre vive.
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