Escribo en
silencio un profundo sentimiento, leo en el cielo el espejo de mi mar y
despacito pongo una tilde en el primer escalofrío de mi alma. Escucho el grito
de mi país cuando la intolerancia enjuicia sus libertades, recito en letras
cada latido que emana mi tierra y cuando la reflexión llega, escondo miedos en
los sueños de mis ilusiones. Se desbarata la rima y se convierte en cuento,
llora triste una leyenda porque se transformó en historia y cuando la poesía
recoge tintas escribo uno por uno, los gemidos de mi alma.
¡Yo pago la
última!, gritó el infierno y un nervioso congreso sentó sus diputados. El
susurro equilibró idiotez, sonó el martillo en la tribuna, un papel desordenado
en letras temblaba, una boca escupía palabras y
un pensamiento se quejaba por no haberlas razonado. El tiempo pedía su
pausa, un espacio caminar su aire y unos ojos a medio cerrar se atenazaban con
fuerza al ronquido de un sueño. El surrealismo fue el primero en tomar esa
última copa y ante los ojos de todos pintó con sus óleos, el dulce deceso de
una democracia que quizás jamás fue.
Y se levantó
el dictador, pajes y reyes le arrodillaron pleitesía y el conjuro tomó forma de
gran brujo. Se constituyó en constitución, de ella se disfrazó y sobre su
cubierta se peinó. Ya los artículos eran
botones, los versículos lentejuelas y las leyes, jirones de lino y viejo tergal.
Caminó calles y ordenó silencio a las aceras, sumisión a las farolas y olvido a
las vivas piedras de cada fachada. Pidió a sus pajes cambiar el color del
cielo, a los reyes pulir sus tanques y a sus vasallos, limpiar con esmero cada
detalle que oliera a rebelión.
Pasó el
tiempo. Salió un día de palacio y estupefacto vió que las aceras hablaban, las
farolas brillaban más limpias que nunca y que las piedras de aquellas fachadas
recordaban, escribían y leían una y otra vez, sus propias memorias. Entró en
cólera y arrancó aquellos botones que colgaban entre jirones de lino y viejo
tergal, desnudó a medio pueblo, confeccionó una blanca túnica y en Senado se
transformó. Compró los mejores jueces, comió con los mejores letrados, deshizo
y compuso viejos artículos a su antojo, relamió cien veces su maltrecha barba y
cuando la vieja mano apretó su arrugado puño, se dio cuenta que las aceras eran
más y más, que las farolas se multiplicaban por miles y que las piedras de
aquellas fachadas se habían convertido en la Historia de Libertad de todo un
país.
“Si no puedes
tapar el sol con un dedo, jamás con tu mano arrancarás el alma de un pueblo
porque cuando la necedad del poder se convierte en ley, la codicia en
territorio y la razón en perpleja ignorancia…La libertad siempre vence.”
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