Vi un
alma disfrazada de copa, de bohemio cristal y hermoso pedestal. Su puesta mostraba ingenuidad, su elegancia
respiraba educación y su firmeza, seguridad. Caían en ella añejos tintos pero
ninguno descolgaba gotas, se repetían en su afán y en el abrazo de aquella copa
se avinagraban y perdían color. Una vez, un tinto analítico, quiso encontrar
una respuesta. Se dejó caer muy despacito, pidió un momento de aliento y dejó
que unos pintados labios lo probaran.
Midió el silencio de aquella boca, atento la miró y cuando se creyó
ganador, una escupida gota de bilis lo empañó y se avinagró. Un tinto fresco,
joven y juguetón se atrevió, brincó en cascada y salpicó con su energía aquel
cristal. La copa con él jugo, poquito tembló y una que otra caricia le dio. El
inexperto vino cedió y en sus carencias se
desnudó. Vió la copa su corto bagaje, su bajo precio y lo desechó. Lloró el
inmaduro tinto, se sacudió de aquellas perversas caricias, abrió una vieja barrica y entre sus posos se durmió.
Pasaron cien años. El alma seguía viva
en su disfraz de copa y los tintos perseveraban en terminar con el supuesto
embrujo. Para ella no pasaban los años, erguida y hermosa, sensual y seductora,
embriagaba con su ternura. Caían y caían
los más audaces caldos, los desnudaba, les daba una ilusión, los avinagraba y
los vomitaba.
Un día
aquel joven tinto, salió de la barrica. Elegante y bien embotellado pasó a
iluminar una fina cava de un prestigioso restaurante. A su lado, un poquito más
arriba y colgando perversos hábitos, aquella copa. Sus más de cien años
marcaban en su etiqueta un excelso sabor, un curtido color y un precioso
bouquet. Pero también en tanto tiempo, pensó, reflexionó y premeditó con alevosía
un asalto mortal para esa copa, una copa que entendía que no era tal y que
quien la tuviera en su posesión, no era inmortal. Maldita copa que destruyó
años y años de añejamientos, poesías nacidas entre colores y sabores, historias
de trabajadas cepas en las manos de mil hombres y el sublime caldo que los
dioses en soleadas vides sembraron.
Y meditó: “El alma que vive en esa copa es un
alma ácida, un alma que vive cuando absorbe ajenas energías, un alma parásita y
un alma, nacida para matar. Debía destruir su orgullo y su razón de vida, secar
su energía y cuando el fino cristal no aguantara la contorsión en su fuego, la
copa se rompería”. Durante todo ese
tiempo aquel viejo tinto se alimentó de profundo odio y rencor, de astillas de
podridas maderas y de los calostros de muertos posos. Su negatividad llegó a la
altura deseada, solo faltaba un paso más para ser como ella.
Solo
no podía y el dios “Baco” lo sabía. Tenía un plan, una estrategia y el cómo.
Solo el dios del vino podría ayudarlo y en ese menester fundió deseos por cien
años, en el fondo de aquella vieja barrica. Y “Baco” llamó a “Hefesto”, dios
del fuego y la metalurgia. Su lento caminar, cojo y desgarbado, colmaba ajenas
paciencias y el tiempo estiraba como podía sus manecillas. Ante el encargo,
abrió su taller en la cima del volcán Etna y se puso a trabajar. Ideó un pequeño artilugio, semejante a un
sacacorchos, perforaría el tapón de tal manera
que implementando un pequeño tubito del tamaño de un cabello, entrara
aire y avinagrara el añejado caldo. Pasaron seis largos meses. El cirujano
instrumento sirvió y el viejo tinto, en su elegante botella se avinagró.
De
repente, sintió una mano de abrazo en su botella. La hora había llegado.
Reconoció al “sommelier”. Estirado de orgullo y labios color amapola, postura
tibante y retador de conocimientos, adulador compulsivo y espadachín trapero, fingidor
de ciencia y despreciador de favores, cautivador en su idioma y avaro en la
propina, fiel paje del sibarita y un enorme monstruo tejedor de ignorancias a
los clientes que no probaban sus aconsejados vinos.
Alardeó conocimientos con aquel viejísimo tinto y no lo probó. Lo
descorchó y sirvió una pequeña degustación al exigente cliente. Lo miró, se
miraron, los dos asintieron y sin probarlo repartió el caldo en otras tres
copas. Ante el reto del “sommelier”, nadie probó el tinto. Llegó el alimento y
en la primera copa servida, el caldo empezó a hervir. El escalofrío sentido
desanudó la corbata de aquel exigente cliente y el grito al lejano “sommelier”,
impactó de admiración a todos los comensales de aquel exquisito restaurante. La
mesa temblaba, la copa relamía blanca y gris espuma, su pie de fino cristal
bohemio quemaba y el mantel ardía. Explotó la copa, el cliente murió y el
“sommelier” se desmayó. La venganza estaba consumada.
Aquel viejo tinto se etiquetó con
el precio más elevado y se vendió como un viejo vinagre con el nombre de
“Coraje” y el “sommelier”… El “sommelier” sin trabajo se quedó y ahora recorre
viejas cantinas buscando una copa que posea su ácida alma. No será difícil,
pues siempre habrá una fina copa para la maldad de un alma, pero ya jamás, un
viejo tinto se avinagrará en el lecho de una de mis copas.
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