Buscaba el viento su razón y solo encontró un motivo para no tenerla:
nadie lo acariciaba. Giró despacio sus aspas el molino, la nube se quedó quieta
esperando un empujón del cielo y el sorprendido huracán perdió su ojo en un
viejo mar. Las flores preguntaron al aire y éste no existía. Como pudo el sauce
arrulló sus lloradas ramas y un sastre perdido en su querida bohemia, medía en
pulgadas el encargo de un nuevo traje.
Un
día alguien sin rostro y con escamada piel le ofreció un trato. El anciano
sastre lo escuchó para entender, lo tomó para bien comer y confirmó sus tijeras
para que su epílogo, de algo sirviera. Aciagas sus noches, las velas no
aguantaban más luz. Entelarañadas sus copas, solo recordaban cuando un día
viejas gotas descolgaban sus paredes. Anquilosados sus dedos, bramaban
clemencia entre las arrugas de sus manos y el amarillo ocre de sus uñas sufrían
sometidas a la elegancia de su fiel cigarrillo.
Pero
esta noche era especial. Recordó de joven cuando diseñó un bello traje a una
tiniebla que terminó prostituyendo esquinas, cuando un alfarero le presentó una
erótica mujer de barro y tuvo que imaginar un pétalo de tela que se pegara a su
pezón para poderla vender, cuando un perro le pidió un algodón que cubriera el
frío de su perra doncella y cosió un pequeño
abrigo lleno de huesos…Y recordó cuando sus tijeras no cortaban y las uñas
ayudaban, cuando sus manos apretaban reumas y su corazón latía y cuando sus
ojos empañaban hilos y su aguja no los descifraba. Pero esta noche era
especial. El encargo subliminal y su destreza, un grito a la humanidad.
Salió
el sin rostro por la puerta, despacito la cerró, un ojo guiñó y el sastre su
responsabilidad sintió. Era el elegido. Un Dios en el Olimpo o quizás el único
idiota disponible para tal hazaña. Desenredó arañas de sus copas, juntó la cera
de tres muertas velas, las prendió y pensó. Respiró el tinto que ya momificaba
su vejez, gimió el cigarrillo por ser exhalado una y otra vez, la pared arrancó
su lúgubre color y el búho giró su cuello, miro de frente al sastre y éste supo
que lo tenía que hacer. Debía vestir la última caricia que quedaba, que fuera
atractiva, querida, deseada y amada. Que fuera
única y repetitiva, que fuera intensa y salvaje como el agua nacida de
la naturaleza, que fuera tierna y sensual, seductora y de verdad.
La
encomienda escribiría eternidad, la historia lo recitaría y quizás un día,
recibiría esa caricia. Con desmesurado desdén se puso a trabajar. Sus gafas de
una pata cojeaban, los dedos temblaban hilos y la imaginación no encontraba su
lugar. Tranquila, la caricia esperaba a ser vestida. A veces bostezaba y
siempre mostraba una pequeña ansia. El sastre no dormía, buscaba, se levantaba,
caminaba, sentaba su miedo por no poder, escuchaba música para el alma, relamía
sus canas, fruncía una y otra vez cejas y frente, viajaba memorias, recordaba
muertas enseñanzas y diseñaba lo que podía. La intensidad maximizó su esfuerzo,
un pequeño infarto abrazó su pecho, el sastre luchó, caminó a la ventana, su
mano rompió vaho y deslizó cuatro dedos en el cristal. Vió una luz, un túnel de
color y a sus padres abrazados. Sintió miedo, temió vida, arrugó existencia y
una mano lo tocó. Su madre lo acarició. No era una caricia de este mundo pero
sí la que su piel necesitaba. Deseó quedarse, desdoblarse y fundirse. Se sintió
otra vez bebé, protegido, querido, amado y soñado en el amor. De repente
respiró, gritó su alma y gimió un deseo. Lo escribió, dibujo, diseñó y cosió
cada uno de sus hilos a la caricia que entre bostezo y bostezo esperaba. La
caricia se llenó de su energía, se levantó e irradió una nueva pureza. Destornilló
miedos, alcanzó un pedacito de cielo y el viento despuntó. Corrieron las nubes,
nació música entre las flores, el molino vibró fuerza y el sauce por fin lloró
su naturaleza.
El
sastre sorprendido vio su creación. Un traje hecho de luz, de ternura, cariño y
verdad. La caricia era hermosa y el sastre fotografió su beldad. La caricia
estaba vestida de amor y el sastre, lloró cielo. La caricia tenía un millón de
hilos y el sastre cosió el último para que ninguno se deshiciera. La caricia
preguntó: ¿Quién me tendrá, quién me dará, quién me poseerá si de humanos no
estoy vestida? Y el sastre respondió: Te parieron de una madre, te vestí de historia, entrelacé hilos de ternura y
cariño, te iluminé en los colores de un túnel de puro amor, te disfracé de mano
y le dije a los dedos que te toquen, a la piel que te reciba, al corazón que te
lata y al alma que te sienta… que escriba tu poesía.
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