Era el Gran Brujo, un hombre de
alma negra y corazón seco, un ser de oscuridades y tinieblas, un ente perverso
que vivía en silencio a todos ajeno. Era un druida con canas hechas de grises
ceras, pupilas de cebra y labios afilados que olían a podridas cerezas.
Sentado, con los pies hundidos en lodo y harapos embarrados de quien sabe que
extraños fangos, con los dedos entrelazados de mugre y sarna de años, le rezaba
al infierno porque quería dejar de ser brujo y convertirse en un Gran Mago. Se
abrió la tierra y un intenso olor azufrado lo mareó, apoyado con su bastón se
levantó, sintió exceso de calor y en su frente vio como Satanás se mostró. Con
él negoció, su alma le vendió, vomitó su negra sangre y una nueva, teñida de
rojo granate, el diablo le dio. Miró al
cielo y al Creador retó, juró y perjuró que él de vida sería el gran dador, en
su gran capa se escondió y hacia su cueva caminó.
De noche y durante meses en el
hospital del pueblo vivió, cada nuevo cordón umbilical nacido robó y en macetas
los sembró. Creó su pócima, mandrágoras, tréboles y salivas de venenosas
serpientes, savia de viejos claveles, ámbares de grandes robles y hojas
trituradas de nenúfares, polen de lirios y podridos musgos de inertes ríos. De
cada maceta creció un niño, un ente malvado, una carroña hecha vida, piel con
escamas, ojos de reptil, pies de tritón y manos con dos dedos, que eran tenaza
para sus presas. Llegaron a la mayoría de edad y aquel pueblo en un nuevo
infierno se convirtió, aquel brujo no envejecía pues al diablo su alma vendió, fue
tanta la perversidad, que aquel pueblo desapareció y aquellos seres del
inframundo, por doquier sembraron su maldad. La Tierra se convirtió en una gran
sombra y se vivieron siglos y siglos de oscuridad y una gran crueldad.
Dos ángeles afines a la divinidad
reportaron al cielo tal adversidad y el Creador después de pensar a quien
mandar, decidió una orden ejecutar:
Del norte llegó el Gran Centauro,
hermoso caballo blanco, cuerpo alado con barbas de hombre sabio, espada
envainada y lanza calada en un puño lleno de garra. Desde la constelación Alfa
Centauro viajaba por mundos y galaxias, inquisidor del mal y exterminador de
falacias, del Gran Creador hijo estimado y líder de ángeles, arcángeles y
serafines. A su paso todos se arrodillaban, los mares se abrían, las estrellas
parpadeaban, cien Lunas lo reflejaban y el cometa más rápido, de perdidos
meteoritos lo guardaba. Su misión estaba dada y uno por uno persiguió a los
engendros de aquel brujo negro que se creía gran mago. Fueron siglos y siglos
de una Tierra oscura, no hubo tregua, la lucha fue dura y uno por uno fueron
decapitados y desmembrados, quemados y en el último planeta conocido,
enterrados en cenizas que olían a cerezas podridas. Enfrentó valiente al gran
brujo negro, le abrió el pecho, sacó sus vísceras y todavía con los ojos
abiertos lo quemó hasta que su grito desgarró las entrañas del infierno.
Cuentan que del averno un día salió,
que al último planeta viajó, que todas las cenizas de sus engendros juntó, las
sembró, con su pócima los regó y que hoy están aquí. Viven en la oscuridad para
que el Gran Centauro no los pueda encontrar, se alimentan de nuestras sombras y
son perversos de verdad. Vigila y huele, porque cuando una cereza podrida su
fragancia te cede, es que uno de ellos te sigue y quizás de cerca te posee,
porque tu alma quiere para deshacerla y venderla al infierno donde el Gran
Brujo Negro te convertirá en un engendro con piel escamada y ojos de serpiente, serás diferente, vivirás en
las sombras, en la oscuridad persistente y tu aliento exhalará cerezas podridas
eternamente.
¡Cuidado! Son muchas y muchos los
que así huelen, lo notarás en sus besos, en el amanecer o quizás en un susurro…
¡Vigila! Porque no son humanos sino engendros del inframundo por el Gran Brujo
Negro sembrados, LOS NOTARÁS CUANDO A PODRIDAS CEREZAS TU AIRE SABRÁ.
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