Puse en tus manos una caricia,
un verso, una rima, un sentimiento querido, un pedacito de vida que en tus
tintas no fue poesía. El papel era demasiado blanco, quizás tu corazón estaba
vacío, tu cuerpo para mi prohibido o quizás tu alma, el aliento había perdido.
Estaba confundido porque en ti había
creído, pero estabas lejos, muy lejos cuando en mis brazos mentías tus deseos, cuando en mi boca olía tus falsos besos, cuando tu mirada jamás atravesó ese amor que
por ti llevaba dentro. Viví tu distancia, la nostalgia cuando no es sincera, tu
música cuando no era para mí qué estaba hecha, la palabra cuando no expresaba
nada, mi tristeza cuando en tu frío me daba y me daba.
Llegó el día en que me dijiste
que no me merecías, te sonrió la hipocresía, mi vida soltó una carcajada, querías
ver una lágrima y lo que mis ojos te dieron, fue el vacío que por ti sentía mi
alma. Te creías divina, quizás por Zeus parida, del espejo su cómplice y del
amor, una barata poesía, del orgullo su bandera y de lo espiritual, una vida
que solo arrastraba sus penas, aunque tú ni cuenta te dabas.
Quise explicarte, rescatarte y medio abrazarte
pero tu amor propio era tan grande que ni la cabeza volteaste. Emprendiste tu
viaje, en tu espalda no cargaste nada porque incluso mi último ruego
despreciaste. La inmadurez a ti me arrodilló, te recordé una y otra vez que de
mi hogar eras parte, que sin ti el destino no tendría sueño, el frío sería eterno
y mi soledad un oscuro encierro. Equivoqué mis ansias porque lo que sentía era
cierto, pero jamás me di cuenta que tu libro solo para otros estaba abierto,
que era viejo, que sus páginas no tenían número, que sus tapas olían a rancio
cuero y que su epílogo estaba a punto de ser escrito por el infierno.
La noticia llegó tarde, alguien me contó que
una sombra había perdido su maquillaje, que ahora vivía a una pared pegada, que
estaba seca y arrugada, que era mendiga de almas y el amor con rutina vagabundeaba,
que entre sus dientes nada era blanco, que vivía entre telarañas, que su libro
yacía cerrado y en su contratapa solo una leyenda rezaba “Tú, no vales nada”. Como siempre la inmadurez venció mi alma, me
dirigí a la biblioteca más vieja y lejana, encontré su libro y dejé que sobre
él, una lágrima se derramara. Despacito se hidrató, se abrió, una lucecita en
destello asomó, una oportunidad me pidió, pero esa vez la madurez, de mi alma
se adueñó. Había sido demasiado el dolor, difícil el olvido de aquel desamor, ya
mi vida estaba llena de otro calor, de una mujer tan increíble que en su
ternura, aquel libro por siempre cerró: lo puso en mis manos, me abrazó, de besos
me llenó y ella con todo el amor, en aquel estante lo posó.
Ahí terminó su historia, entre
polvo y viejas manos, sin música, sin espejos, con olor a rancio, de años
pegado y con ese epílogo tan leído y cansado “Tú, no vales nada”, para que
algún inmaduro lo leyera cuando equivocado lo abriera y quizás de aquella vida,
aprendiera.
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