Despacito caminó hacia fuera.
Sintió como el tiempo sus
manecillas afligía, que era el momento, el instante correcto, quizás la hora de
decirle al destino lo que era cierto, quizás ese día en que le diría a la vida
que había llegado su invierno. Sola, por nadie bendecida, abandonada a su
suerte por una decisión, por una natural equivocación, por culpa de un cielo
que sembró en ella un infierno lleno de sumisión. Su historia era su gran
secreto, su memoria un quebrado olvido del recuerdo, su tristeza una desgarrada
nostalgia que noche tras noche lloraba en su alma… su mayor ilusión, una noche
que empezaba desde el profundo miedo a tejer porque había nacido hombre pero su
cuerpo, olía a mujer.
Siempre en silencio, comprando
tiempo, deshebrando miedos, desafiando ajenos celos porque su belleza era de
princesa, viajando lejos porque de su tierra ya nunca más era. Lloraba el
recuerdo de cuando era niño y quería vestir muñecas, de cuando en el colegio le
decían mariquita o en la iglesia la regañaba un cura porque su caminar era un
pecado que debía siempre confesar. Nunca su corazón tuvo un latido exacto sino
el sentimiento imperfecto, una dualidad siempre señalada con el más miserable
de los dedos: ese que impone la sociedad cuando le teme al miedo, ese que
explica profundos silencios y juzga el dolor ajeno. ¡Si! Señalada, juzgada, de
su ciudad abandonada y de ajenas culturas preñada. Una vida desecha, una lucha
constante contra ella y a favor de nadie, un cáliz bebido gota a gota en cada
atajo de un impuesto camino, un calvario donde esa cruz tan pesada hace tiempo
que dejó de ser divina para ser humana.
Quizás convertiría esta noche en
alba o sería la oscuridad la que por siempre su destino preñara. De él era
sueño, el mayor deseo, ese amor que fluye poderoso y lento, esa música que
compone el ansia cuando el acorde de la pasión baila, esa melodía que la boca
derrama cuando el beso despierta el alma. Ella lo sabía, lo sentía, frente a él
se desnudaría, lo rezaría, sus ojos despacito cerraría y con el primer susurro
todo le diría o quizás antes lo pensaría, más tarde con él reflexionaría o
desde un principio la vida le rompería. Se lo diría o dejaría que todo fuera
melodía, no lo notaría, fue perfecta la cirugía, era mujer y como ella sentía,
su identificación jamás la evidenciaría. ¿Estaba preparada para la mentira? Era
mujer pero nunca madre de su propia sangre sería, era mujer, hermosa, del amor
mendiga y su más silenciosa amiga, del deseo la gran fuente de sus versos y del
abrazo sincero, la esencia de la ternura cuando de la Luna toma su velo y se
pega desnuda.
Despacito caminó hacia dentro, una
media luz meditaba un raro incienso, olía a jazmín con gotas de madera y suaves
destellos a caramelo…Ocho velas la esperaban ardientes con sus rojas ceras,
treinta y tres pétalos en el camino mostraban que la noche quería ser perfecta,
la cama descolgaba tersa sus algodones y sedas, dos copas reflejaban sus ansias
porque de aquel añejo tinto querían estar llenas, dos manos extendidas
requerían su presencia porque ya una música los envolvía lenta, suave,
seductora, cariñosa, con sabor a cielo, regalo y mimosa.
-
Tócame
aquí…
Y ahí llevó sus labios. Descubrió
un pequeño lunar en su cuello y otro tras la oreja. Ambos los llenó de besos y
una ilusión desplegó sus alas. Ella suspiró.
-
Tócame
aquí…
Dejó que sus cabellos lo
acariciaran, que aquella nariz perfecta lo respingara, que sus ojos lo miraran
y despacito tocó su boca, le dibujó caricias, le pintó pecados, abrazó sus
dientes, nadaron en sus mares y un deseo explotó en cada garganta.
-
Tócame
aquí…
Entre sus senos pidió el deseo que
no hubiera tregua, dejó que suave resbalara un viaje soñado a través de cada
poro hecho estrella, la caricia alargó sus manos, la lengua sus huellas, la
mirada se perdió en el dulce ombligo de su amada y cuando ya la saliva hervía,
ella abrazó su cara, del cielo tomó valentía y al viento le robó, una última
palabra.
-
Mi
amor, tócame aquí…
Y entró en su alma, toda la abrió,
la penetró con su vigor y toda la leyó. Ella se confesó y él siguió, sin
importarle nada. El gemido fue tan intenso que el Universo entero lo lloró,
cada Luna puso una lágrima, bajó Dios y por siempre todas secó.
La historia mil veces se repitió, ni
siquiera la muerte los separó. Cuentan que bajo sus tumbas a veces se dan la
mano, que en el otro lado no hay pecado, no hay dedo que los señale ni juez que
ose tocarlos y que cuando la tierra tiembla es que hacen el amor, ese amor
dulce y apasionado, ese amor libre, abierto y soñado, ese amor que en el libro
del destino, los escribió pegados.
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