Una vez
había un viejo y anciano sabio que estaba inmerso en unas letras, en esas
letras que algunos llaman poesía y otros prosa poética. En sus comas, advertía
pausa y en sus puntos, solo pedía que la inspiración siguiera llenando
espacios.
Inmerso como
siempre en la intensidad de su tarea, algo lo distrajo. Algo llamó su atención
de una manera tan poderosa que dejó a un lado su pluma, entornó los ojos y
sintió que el poder de la impotencia estaba pegado en uno de sus ´preferidos
cristales: Era una mosca, una mosca estaba volando en su ventana. Iba y venía,
no encontraba salida y la luz era su pecado, porque en ella poco a poco moría.
Y pensó el
sabio: “Pobre mosca, no tiene salida. Puedo abrir la ventana o terminar con su
corta vida, puedo hacer que vuele o que acabe como una mancha en el suelo o
puedo jugar con ella hasta que sus alas se cansen o esperar que duerma en el
olvido de mi noche.” Arrepentido de sus malos sentimientos, se levantó y
poquito a poco se dirigió a la ventana. Con esfuerzo y desafiando el intenso
frío la abrió, pero la mosca no entendió. La ayudó con su mano y la mosca no
quiso. Sopló, manoteó otra vez, abrió y cerró y la mosca seguía empeñada en
guardar su ventana.
Ya la
inspiración había abandonado sus versos, ya la paciencia juzgaba su espalda y
el entendimiento estaba en un verdadero juicio por una mosca. Cansado de abrir
y cerrar, de soplar y de manotear, decidió sentarse y fue entonces que la mosca
le guiñó uno de sus dos grandes ojos y se fue por una rendija, por la rendija
que el sabio nunca vió en su puerta de madera y por donde el frío cobijaba su
casa.
Al día
siguiente, el sabio mandó reparar su puerta y ya el frío no entró a su casa. Le
dio gracias a la mosca y se dio gracias a él por no haber terminado con una
vida que solucionó el frío de su hogar. “Arrieros somos y en el camino
andamos”…Nunca desprecies ayuda de nadie… Aunque sea, una simple mosca.
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