Estaba escribiendo, oliendo mis ceras y degustando un excelente añejo
tinto. De repente, un viento azotó mi cara. Las ventanas estaban cerradas y las
paredes sólidas en su quehacer. Devolví cien miradas al cielo y no sentí
respuesta, busqué una explicación en mi luna y solo ví su pequeño reflejo
escondido tras una nube, intenté escuchar mi mar y solo me llené del ruido de
viejos autobuses azotando polvorientas calles.
Y
otra vez tronó el viento y otra vez miré
al cielo y esta vez te sentí. Era tu viento, ese viento que nació en el rocío
de tu piel, ese viento que embraveció su poder con tu calor, ese viento que
arrancó el sentimiento de tu alma, ese viento que se llenó de la sangre de tu
corazón…Ese viento que nadó hasta mi rincón.
Lo
abracé y transfiguró el instante. Le dí imaginación y la intensidad me llenó de
tus curvas. Sentí tu contorsión y me perdí en tu sensualidad. Caminé despacito
por tu cuerpo y el aire, ese aire del sutil viento, seguía mimándome. Me fundí
en ti, te leí y me enamoré. Entré en tu laberinto sin importar si había salida,
sin importar las enredaderas de tus miedos y sin importar el frío de tus
sueños.
Embalsamé tu cuerpo con mi humedad, dejé que mi ternura poseyera tu
espalda, escribí libertad en mi lengua y la obligué a lamer tu piel, encarcelé
tus manos y las sometí a sentir la erección de mi vigor. Con denostado orgullo
me diste tu manzana y la mordí hasta que mis dientes perdieron la virginidad en
sus jugos, hasta que mi saliva perdió su identidad y supo a ti, hasta que mis
labios convirtieron sus grietas en miel.
Tu
viento enredó la dulce tentación del pecado, llenó mi paisaje con el árbol de
la vida, del placer, de la pasión y de la muerte. Fui el Adán de tu manzana y
dejé que la serpiente poseyera mi cuerpo, para poder penetrar tu alma.
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