Dicen que a veces la luna se viste de largo.
Es un vestido rojo, de púrpuras reflejos, hecho de las más finas sedas y caros
algodones. Cuentan que así es, cuando la noche se embriaga en la fiesta del
cielo. Apoteosis de luces y colores, derroche de burbujas y chocolates, baile
de fresas y vainillas y contorsión de vientos hechos miel.
Danza
de frescas y esponjosas nubes, explosión de mares cósmicos y encogimiento de
negros agujeros. Nuevas y enanas, constelaciones y galaxias, colas de cometas
arrasando polvo de estrellas por doquier, viento de laser desparramando vida
hasta los confines del Universo creado, ángeles llenando vacíos y demonios
escondidos en los más profundos infiernos.
Respira el último reflejo del Sol y
exclama una pequeña poesía a su hermosa Luna: “Preciosa gatita, esta noche
esconderé mi Luz, dejaré que el mundo duerma y me convertiré en el gato de tus
sueños. Caminaré calles y tejados, saltaré oscuras estrellas, escribiré mi
leyenda en cien bares, descubriré las letras de tus noches y dejaré que el
cielo nos enamore”.
Dicho
esto, el Sol se puso su gabardina y el sombrero de piano, ese sombrero que le
robó a Humphrey Bogart. Invitó al saxo a la primera copa, a la guitarra a la
segunda y a las trompetas, hasta morir en brazos de su Luna. No fue fácil,
atravesó ese tubo de bares y cantinas y una tras otra llenó su hígado, una tras
otra envalentonó su orgullo y una tras otra fue escribiendo un pedacito de
sueño.
Llegaron sus venas al clímax de tanto
alcohol, despidió a las trompetas y contrató un mariachi. Cantó y cantó, lloró
y rió, desafinó y bailó. Y la resaca llegó, el amanecer tocó su puerta y el
mañanero se antojó. Esperó…
Poco
a poco la Luna bajó y subió el Sol. El horizonte se estremeció y el mar se
arrugó. La copulación vivió y la Luna inventó un último gemido: ¡MIAUUUUUU!.
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