Se levantó, medio recogió su cama,
escudriñó el espejo del tiempo y tuvo un mal
presentimiento. Miró su agenda y
todo estaba en orden, llaves en el bolsillo derecho, papeles y documentos
ordenados en su portafolios y teléfono con funciones al límite de su poder. A sus treinta y ocho años, su vida era simple,
quizás demasiado cotidiana, pero siempre con un sueño qué perseguir. Su pequeña
familia lo seguía, lo que no sabía era si como líder, padre, esposo o amigo.
Pero no importaba, él estaba entrenado en el cariño, la ternura y la
complicidad con los suyos…Su padre así se lo había heredado. Y hoy era un día
especial. Al fondo de su agenda, una cita, el cumpleaños de su progenitor. Su
padre, un hombre maduro de vida, fuerte como un roble de sentimientos pero que
ahora, una rara enfermedad lo estaba acabando. Iría con él, le daría su abrazo
y como siempre charlarían de viejos recuerdos y fútbol.
La cita era a las nueve de la noche, él llevaría la cena para ayudar a
su madre. Se dirigió al trabajo y en
medio del tortuoso tráfico, envolvió su mente con viejas imágenes de su padre. Recordó
cada día que lo esperó fuera del colegio con helado en mano, cada cumpleaños y
cada regalo, su primera bicicleta, su primer balón de fútbol y sobre todo sus
conversaciones, siempre acompañadas por una deliciosa taza de café. El día de
su graduación, el día que se enamoró y él lo abrazó, cuando nació su único hijo
y lo ayudó con la cuenta del hospital, cuando le consiguió el primer trabajo y
también el primer consejo a sus primeras lágrimas. Fue su compañero de vida, el
amigo que lo escuchaba y el líder que siempre había guiado su camino. Y por eso
así era él con su familia, no había ningún tipo de duda. Lo aprendió de su
padre y estaba orgulloso de ello.
Transcurrió normal el día. Encargó la cena para las ocho y media.
Trabajó y pensó en su padre. No podía quitárselo de la cabeza, su imagen
retumbaba una y otra vez en su sien, las palabras viajaban lejos en su
pensamiento y aquella sincera sonrisa, intensificaba aún más su recuerdo. Ya
tenía ganas de abrazarlo y charlar con él.
Siempre se sintió protegido con él, jugaban cuando niño, cuestionaban y
retaban conocimientos en la adolescencia, vivía el consejo en la adulta madurez
y siempre, siempre su sonrisa era el mejor saludo. Sus enfados duraban menos de
cinco minutos y se podían contar con los dedos de una mano, su generosidad era
don en su naturaleza pero siempre razonada, no necesitaba firmeza pues con solo
mirarte te educaba y en la tristeza, su abrazo contagiaba dicha y esperanza.
Era un gran hombre, trabajador y responsable como pocos. Sus amigos solo
conocían su lejanía, pues su corazón estaba en casa y en sus pocos encuentros
de café solo esgrimía su cálida timidez y alguna que otra excusa, para que su
familia, siempre cenara junta.
Eran
las cinco de la tarde y sonó impaciente el teléfono. No alcanzó a contestar, la
llamada perdida de su madre se grabó y con suma rapidez, regresó la llamada.
Desconsuelo y lágrimas en las palabras de su madre, oscuro presagio en sus
oídos, sentida urgencia de su presencia. Llegó lo más rápido que pudo, una
ambulancia tapando el portal, el temblor invadió su cuerpo y una maldita
estocada atravesó su corazón. Se fundió en un abrazo con su madre, corrió a la
habitación…Su padre, había muerto. Su rostro descansaba placidez y su piel,
olía una ternura marcada por el pequeño
gesto de aquella sonrisa. Lo abrazó en su tibiez, lo besó en la frente, tomó su
mano, rezó y lloró. Su madre puso la mano en su hombro derecho, le dio un
pañuelo y le dijo: “Hijo, ven, tenemos que hablar”.
-
Voy, mamá.
Tomó el pañuelo, seco sus lágrimas y sin
dejar de ver a su padre, se dirigió a la habitación de su madre.
-
¿Cómo fue? ¿Por qué tan rápido?
-
Su enfermedad lo estaba acabando poco a poco,
pero su gran sonrisa, siempre era su aliado disimulo. Su corazón ya no aguantó,
dejó de latir y se nos fue.
-
Escogió el mejor día, su cumpleaños. Nacimiento
y muerte. ¡Cómo olvidar esta fecha! Debo llamar a mi esposa.
-
¡Claro hijo!, pero primero debo decirte algo.
-
Dime mamá
-
Hace mucho tiempo tu padre y yo, hicimos un
pacto. Un pacto de amor, que mantuvimos en secreto. Pero hoy, tú debes saberlo:
Tu padre te dio todo, nunca te falto ni me faltó nada, nos llenó de amor, de
ternura, quizás de comodidades que jamás le pedimos, te dio educación, te
abrazó y siempre fue padre y amigo. Lo único que no te pudo dar fue su sangre.
-
Pero…¡Mamá!.
-
Te explicaré. Tú y yo, vivíamos en un albergue.
Fui violada, despreciada por la intolerante sociedad y desechada a la calle.
Trabajaba en lo que podía, siempre contigo en mis brazos. Un día arrodillé mis
sentimientos en el banco de una iglesia, tú dormías a mi lado, recé en voz alta
creyendo que estaba sola, le expliqué al Creador mi vida, le pedí una ilusión
para mí y un gran sueño para ti. Sentí una mano en mi hombro derecho y una voz
“Ven, tenemos que hablar”. Volteé y me enamoré de aquella sonrisa. Su generosidad
de hombre, su talante de gran ser humano y un gran destino regalado, escribió
nuestra historia…Tu padre fue una lección de vida, para ti y para mí.
-
Gracias mamá por tu sinceridad. No llores, que
su sangre, sí corre por mis venas. Porque padre solo hay uno y el mío ya es
Luz.
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