Amanecí
en mi espejo y me vi llorar porque jamás imaginé envejecer sin ti. Repasé mi
cuerpo y estiré sus arrugas, pero sin más, se volvían a juntar. Busqué el dolor
en las hebras del olvido, lo acaricié y me mostró sus cicatrices, pegué mi
saliva en viejas, en abiertas heridas y solo hervía en cada una de sus
burbujas. Arranqué costras en la coagulación de mi sangre pero en los dedos del
recuerdo se deshacían, abrí mi alma y descubrí toda una colección de secas
lágrimas, que día con día estuve sembrando. Una por una las tomé y no pude con
su dureza, una por una las leí y en el temblor no pude recitarlas, una por una
las miré y como bola de cristal, juntaron la tristeza de una historia.
Rebasé
el portal de mi casa y vi un niño jugar. Sentado en mi acera, armaba un
rompecabezas. A su lado, en una banca de piedra a la pared adosada, un jubilado
maduro, escudriñaba palabras en el crucigrama de su diario. Los dos pensaban,
los dos robaban tiempo, los dos respiraban sumidos en una atención. Pero uno
era niño y el otro, viejo. Atento los
miré. El niño dejaba su rompecabezas y jugaba con una pelota, su mamá reclamaba
su atención desde un balcón, el niño subía escaleras y bajaba con un suculento
bocadillo. El viejo, seguía sumido en sus palabras cruzadas. Y llegaron sus
amigos y el niño, jugó a otra cosa y después a otra. Eran carreras y
escondites, risas y retos, imaginación y juego tras juego. El viejo anciano,
seguía sin resolver su crucigrama. En uno de sus escondites, el niño se refugió
bajo los pies de aquel hombre que aparentemente ni se inmutó. El encargado de
encontrarlo, caminaba cerca y el niño se acurrucaba, casi en forma fetal. El
anciano, tomó su periódico, lo deshojó y sus grandes páginas taparon al niño.
El caminante se alejó y el anciano susurró quedito “¡Ahora!”. Salió el niño
corriendo como bala y se salvó. El viejo sonrió, también se sintió ganador (sus
ojos lo delataron). Regresó el niño, le dio un beso en la frente y un “gracias”
sincero. Algo le dijo el anciano al niño, éste lo abrazó y siguió jugando. El
maduro hombre sonrió y una lágrima atravesó su mejilla de norte a sur.
Despacito me acerqué, me senté a su lado y como pude le comenté lo que
acababa de ver. Y enseguida me dijo “mira compañero (¿sería por las incipientes
arrugas?), me acaban de dar una lección de vida. Hoy entendí que la vejez no es
excusa…No es excusa para vivir pegado al recuerdo, a una distracción o a los
miedos que aprendimos. La vejez debe ser hermosa, libre y calculada. La vejez
es la máxima expresión de la libertad, porque no hay nadie más libre que el que
está bien aprendido, bien amado, bien luchado y bien preparado para renacer. Y el
Universo, nos enseña que nada está quieto, nada se detiene y que todo se
reinventa cada día, cada noche y cada nueva Luna. ¿Viste al niño? Jamás estuvo
quieto, se reinventó a cada momento, sintió, jugó, corrió…Y yo sentado en esta
banca, consumiendo una vida que alguien me regaló y que ahora la detengo para
que en mi ignorancia, pase más despacio. Pero eso sí, ¡Lo salvé!”. Sonrió
maliciosamente, se levantó, me dio la mano y me deseó suerte. Y la reflexión me
dio un golpe, el tiempo se detuvo, abrió su gran boca y me dijo: “¿Entendiste?.
Reinventé
mi vida, entendí que la incipiente vejez (esa etapa que ni eres adulto ni viejo,
esa etapa que no sabes dónde estás), es el momento culminante de una vida, el
instante donde el aprendizaje pasa examen, la experiencia produce escalofrío,
el pensamiento quema tiempo y las arrugas embellecen nuestro cuerpo. La
personalidad del ser, desata todo su coraje y por fin se realiza, la sangre
corre más despacio pero más intensa, la poesía escribe verdaderos sentimientos
y los ojos miran diferente. Entendí que el amor es para siempre pero no siempre
con él o la misma, que tus huelas son muy débiles hasta este momento y que
ahora debes pisarlas con más fuerza, que la vida es prestada y como tal hay que
rendirle intereses y que un abrazo sino sale del alma, mejor que se lo den a
una farola. Puedes escuchar una melodía a los dieciocho años, a los treinta, a
los cuarenta o a los cincuenta y cinco y jamás sentirás igual. Y hoy, a una
semana de cumplir mis cincuenta y seis, puse una melodía, esa melodía que un
día por primera vez, bailé pegado a una mujer, esa melodía que a través de mi vida algo significó, esa
melodía que a punto de terminar fue la excusa imborrable de mi primer beso, esa
melodía que hoy desvanece secas lágrimas en mi alma, la que provoca que mi
saliva ya no hierva en mis heridas y la que escribe un verso en cada una de mis
arrugas para explicar vida. Escúchenla y acompáñenme: “Amore grande, amore líbero”. Vivir es
aprender, reír es aprender, sufrir es aprender, llorar es aprender y envejecer…Es
renacer.
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