Corría un día cualquiera y el que escribe, pensaba en no hacer nada.
Pero claro, hacer nada es pensar y pensar es hacer algo. Entonces, decidí no
ser pensamiento y pensar lo que otros piensan…Y para eso no hay mejor manera,
que leer a otro u otra. Quería algo diferente, algo que me abstrayera de mi
mundo y me transportara lejos de mis quejas. Me dirigí a un viejo mercadillo,
de esos que casi no hay y los que hay, venden más ilusiones que libros. Pero
bueno, me adentré en la tarea y busqué. Escuché consejos, vagas valoraciones y
alguna que otra enseñanza de la gitana de turno al leer mi mano. Pero era yo
quien buscaba leer, no que me leyeran. Dicen que el que busca encuentra y en mi
afán lo logré. Era pequeño y viejito, escondido, descarapelado y poco leído.
Título borrado y autor desconocido, sin prólogo ni epílogo, sin duras tapas y
casi sin latido. Lo tomé, lo compré y lo abracé entre mis manos…Respiró.
Caminé a mi casa, me puse cómodo, les di lugar a mis gafas, me serví una
copa de un añejo tinto (por desgracia, no tan viejo como aquel libro) y prendí
un cigarrillo. La curiosidad de abrir un libro que crees olvidado y casi nunca
leído, era suficiente como para que poseyera un par de horas de mi vida. Y dejé
que así fuera.
Contaba una pequeña pero hermosa historia. La dirigida y destinada vida
de una doncella que aún sabiéndose adinerada y casi casada con un príncipe que
de azul nada tenía, nunca perdió la esperanza de encontrar un amor puro y
verdadero, ese amor que la hiciera sentir y vibrar…Ese amor que la llenara de
paz. Y un día algo ocurrió, un encuentro
inesperado llegó a su vida y de tal manera la marcó, que quiso escribirlo. En
sus palabras lo transcribo:
“Corría un día cualquiera de un mes que respiraba el incipiente otoño. Las
grandes ruedas del carruaje rechinaban entre perdidas calles, los caballos
pedían clemencia pero mi diligente acompañante solo mis órdenes seguía. Media
tarde, los mercaderes ya empacaban los sobrantes, el deshollinador miraba de
reojo las sucias manos de su trabajo y una secuencia de nubes, amenazaban con
tapar el ocaso de mi día. De repente un fugaz destello atrajo mi atención. ¡Deténgase!
Se detuvo y suspiró un “¿Y ahora qué?”, los caballos aplaudieron, recogí mi
vestido y bajé del carruaje. Era en la esquina, un enorme cristal emergía
pegado a no sé qué. Flotaba sobre la acera, era grueso y solo un resquicio de
Sol entre tanta nube, parecía darle poder. Me acerqué, toqué su gran solidez,
su vigor, su frío y un aliento de suavidad. No había más pero la hermosura de
aquel destello me estaba seduciendo. Miré, detenida lo observé y nada pasó. Me
di media vuelta, los caballos cerraron los ojos y sentí algo detrás de mí, como
alguien observándome. Regresé mi media vuelta y ahí estaba. Blanca cara de
nieve, labios intensos y afresados, grandes ojos y pestañas cubriendo cejas.
Encerado cabello y manos de blancos y negros guantes. ¡Era un Mimo! Sonrió,
sonreí, me miró y lo miré. Despacito, con elegancia, puso su mano derecha en el
cristal, luego la izquierda. Guante blanco, guante negro. Hice lo mismo, mano
con mano. Acercó sus labios y un beso me regaló. No tocó el cristal pero se
empañó y en el vahó bajó sus grandes pestañas y un corazón dibujó. Me acerqué
más y mi boca se pegó al cristal. Quería sentir, necesitaba sentir. El Mimo
cerró sus grandes ojos, los abrió y los cerró de nuevo. Entendí y cerré los
míos, quizás así lo sentiría. La malicia entornó mis párpados y entre sombras
seguía sus movimientos. Él lo sabía y actuó. Ladeó sus manos y las sentí en mi
cara, recorrió mis hombros y el vestido cedió. Mis manos pegadas al cristal,
mis dedos lo empapaban y no lo podía acariciar. Tocó mis pechos y ericé una
dulce contorsión, inhalé ternura y suavidad, me estaba tocando y yo no podía
atravesar aquel cristal. Siguió el Mimo con sus mimos, el excitante escalofrío
recorría mi cuello, el mimo se detuvo, la ansiedad rasguñaba mis uñas y el Mimo
mimaba la virginidad de mi vida. Abrió la boca y escuché su canción, ensanchó
la orquesta sus vientos, el piano enloqueció teclas, la batería compitió con la
trompeta y el violín emergió distante entre los acordes de un viejo
violonchello. Cerró sus ojos y dos negras lágrimas viajaron por su blanca cara,
sonrió y en las comisuras de sus labios se detuvieron. Su lengua las abrazó,
las encerró en su boca, pensó, imaginó, copió aquel destello y con un enamorado
beso en el cristal lo tatuó. De nuevo cerró sus ojos, el destello se hacía cada
vez más intenso, entre luces se desnudó, abrió el pecho y me mostró su corazón.
Sus latidos eran enormes, vigorosos y llenos de amor. El destello seguía, el
cristal se agrietó, escuché la explosión de una exhalación, la fusión del
trueno con el temblor de la Tierra, la eclosión del rayo en el mar y la
fugacidad de mil cometas atravesando mi Luna. Gritó un gemido y vi su alma,
blanca de labios rojos y pestañas gigantes, se abrió ante mí y ví un túnel
hecho de cien caleidoscopios brillantes, hermosos e infinitos. El cristal se
desmoronó y fui abrazada por el amor, por la eternidad y por el mimo de un
Mimo. Y yo sentí. Desde entonces cuando
duermo, vibro, cuando sueño siento su abrazo y cuando vivo entiendo, que el
amor es otra cosa.
Amar no
es tocar, sino sentir que te toca hasta que tu piel lo respire.
Amar no
es latir, sino dejar que tu corazón mueva su sangre.
Amar no
es tener, sino dejarte leer hasta que exprima las letras de tu alma.”
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