Acaricié un viento, ese viento que de mi montaña venía. Tomé un sorbo y
cuando llegó a la garganta, vibró mi alma. Caí de bruces y besé mi tierra, de
ella me envolví, en ella embriagué lágrimas y en ella copulé, con toda la
intensidad de una vida. Desahogué temores y comí arena, desnudé mis pies y
alargué mis brazos, besé su manto y en ella fundí, la primera capa de mi piel.
Entré a su selva y en su natural laberinto me enamoré, caminé por sus hojas y
volé cada árbol, poseí mandrágoras en sus vientres, lodos en sus sienes y
cascadas con mis espumas. Robé un pedazo de su sonido y le enseñé a mi corazón
a latir en silencio, miré profundo el enmarañado de tanta vida y enseñé a mis
ojos que hay cien mil colores, abrí mi boca y dejé que la eyaculación de sus
flores permeara mi saliva, desperté mis oídos y le pedí al cerebro procesar tanta hermosura. Y llegué
al mar de mis ancestros, al mar razón de nostalgia, al viejo mar que
disimula arrugas entre las olas de su
Luna, al mar de mis raíces. Despacito, lamió mis pies, quedito rugió un ansia,
y suave, abrigó mi amanecer. La contorsión era maravillosa, la tierra, el mar y
yo. La sensualidad empapaba y el vértigo, temblaba cielo. Nació música en la
playa y esperanza en mi alma, el eco se tornó infinito, el beso un gemido y la
brisa, agua de labios.
Y en
el éxtasis, llegó la enseñanza del cuento: “Una vez, un niño recorrió nuestro
mundo, nadó en cada uno de sus mares y en cada bravura, recogió un grano de
sal. Caminó mil paisajes y de cada río recogió una piedra redonda. Voló a cien
universos y de cada uno de ellos recogió su distancia. Recorrió cien mil
pueblos y de cada uno recogió sus ansias. Ya cuando iba a morir se acercó a su
mar y entre sus olas, un delfín se le acercó, le habló, confió en él y su
legado le dio. Partió el delfín aguas adentro y a medio camino, brincó, jurando
su entendimiento con aquel niño”.
El
tiempo detuvo su reloj, la distancia evidenció su cobardía y el velo del pensamiento,
cerró entre mis puños la elegancia de tanta sal. Palideció el Sol, pues
anquilosado en su horizonte no daba crédito a tanto amor y poco a poco se
volvió a esconder. Tampoco la Luna se atrevía a emerger y el cielo no sabía qué
color tener. Y fue entonces que sonaron por doquier los tambores de nuestros
pueblos, el indio danzaba y enterraba su hacha, mordía el esquimal su anzuelo y
en sus fríos, sentía fuego, explicaba el sabio a su tribu extrañas visitas en
viejos tiempos, caminaba el Chino su gran muralla y los adictos al amor,
meditaban una caricia qué inventar. Lloraban los pueblos sus inquisiciones y
reían los sentimientos el poder de una libertad, que poco a poco enchinaba piel
de cualquier color, que daba razón a cualquier sexo y que a su paso, despedazaba
pecados, religiones y dictatoriales gobiernos. Era un amanecer precavido,
cuestionado en sí e inquieto por no saber si de verdad era.
Caminé
despacito y poco a poco recordé de donde venía. Calcé mis pies y de reojo vi
como el mar pensaba con la tierra y ella, se dejaba pensar por el mar. Me
escondí entre los primeros arbustos de aquella hermosa selva. Miré, emocioné
lágrimas, sorbí aquella sal y de mi tierra y de mi mar, me volví a enamorar.
De los
cinco continentes, llegaron mil poetas. De siete mundos, mil sabios. De once
cielos, mil ángeles y de cien universos,
un millón de estrellas. Yo solo miraba. Los sabios vestían elegantes barbas no
todas blancas, las estrellas resplandecían nuevas sedas y los poetas destilaban
gustos y sabores, algunos de corbata y costosas tintas, otros de sandalias y
algodonadas transparencias, con lápiz
escaso de punta y cuaderno bajo el brazo y los más viejos llegaron desnudos
porque solo escribían con el alma…Los ángeles, solo perfectas y tersas alas.
Giraron
sus instrucciones la tierra y el mar. Les pidieron consenso, les explicaron
unión, solidaridad y verdad. Les pidieron pensar y escribir solo una palabra,
esa palabra fundamento de la existencia, esa palabra que por sí sola
respira…Esa palabra que por común acuerdo explicara todo, esa palabra que
uniera. Los dejaron a su libre albedrío. Tendieron exquisitas mesas, prendieron
mil ceras y sirvieron añejados tintos para que descolgaran sus gotas en cada
una de las copas. Y empezó el aquelarre Universal.
Intentó
brillar el Sol y el primer ángel le dio un alazo, un sabio le pidió paciencia,
el poeta elegante solo miró para otro lado, lo ignoró y la estrella más lejana, opacó con
su primer destello sus ansias. El cielo preguntó y nadie le dio un color. ¿Y la
Luna? La Luna dormía pues en su sabiduría, confiaba en su madre Tierra y en su
hijo adoptivo, el mar. Y todos hablaron, discutieron, murmuraron, susurraron y
pensaron. El sabio recriminaba al poeta su falta de verdad y el poeta al sabio
su falta de sentimientos, las estrellas recriminaban su trabajo a los ángeles y
éstos les reprochaban sus desiguales
destellos. Ya el arrepentimiento del mar y la tierra por convocar aquella
aquelarre de palabras estaba por llegar, cuando de repente un delfín brincó del
agua y empapado de sal, salpicó a todos los presentes. Vomitó un legado, una
promesa y un compromiso. El delfín cumplió y se fue. El legado fue entendido
por todos, la promesa que aquel delfín había hecho al niño estaba cumplida y el
compromiso ahora vivía en todos ellos. Un niño junto la sal de los mares, las piedras redondas de los ríos, juntó
distancias y las ansias de cien mil pueblos…Y todos supieron qué palabra
escribir: “Libertad”.
Una
palabra fácil de pronunciar y difícil de alcanzar, fácil de escribir y difícil
de conseguir…Fácil de soñar y difícil de abrazar.
Quiero
dedicar este escrito a todos los pueblos que aman la libertad, a esos pueblos que
cada día luchan por ella y a los que, en los versos de sus poetas, escuchan el crujido de su Tierra derramando
sangre por conseguirla. La Libertad no tiene dudas y sus Raíces no se tocan. Los admiro y con ustedes estoy, siempre.
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