Me sentí abrigado por colores y promesas,
abrazado por cien Lunas y un millón de estrellas, mimado por un susurro que era
más que viento y callado por un silencio que en su piel, sudaba la eternidad de
un profundo deseo. Quise escucharlo, oí un lamento en su acorde más alto y el
caminar de una extraña huella en su pentagrama más bajo, olí la aspereza de una
escama que una arruga dibujaba y solo cerré los ojos cuando la primera lágrima,
por su cara bajaba. Era pequeña, anciana, viejita y muy cansada. Sentada junto
a mí, su cara enseñaba su hermosa alma, sus dedos apretaban mientras sus manos
entrelazaban, sus piecitos se juntaban y entre negras medias deshilachadas, sus
piernas de frío temblaban.
La gran urbe perversa se
mostraba, el metro viajaba, cuerpos hechos de nada se movían buscando su
parada, unos hablaban, otros empujaban, nadie sonreía, la puerta se abría y las
palabras se perdían, entre unas vías que solo su aliento rechinaban. Olores
confundidos, sabores agrios, sentimientos perdidos, latidos vacíos y algún que
otro mal nacido exhibiendo sus gritos. Dedos
robotizados a teléfonos pegados, auriculares en lo más alto a sus oídos
adosados, miradas cruzadas que nada preguntaban y esa ternura hecha de mujer,
solo miraba.
De tanto en tanto con un
pequeño pañuelo sus ojitos secaba, no quería que aquella bendita agua sus
arrugas llenara, no prestaría su tristeza al juicio de aquella manada y con
disimulo escondía su carita, en una triste y gris bufanda. La miré, creí que
era la hora para ponerse de pie, le ofrecí mi mano, la tomó, de ella no se
agarró, solo la miró y de mis ojos se adueñó. Su pensamiento algo en mi movió,
era tanta la tristeza que en mis gafas una emoción se empañó, puse mi otra mano
encima de la suya y aquel frío me sobrecogió. En su regazo estaban las líneas
de mi destino, en mi vientre se estremecían los intestinos y en su mirada
entendí que la profunda soledad no tenía edad, que esta sociedad en el abandono
basaba su egoísmo y falsa solidaridad y que más allá de esta vida, seguro un
maravilloso paraíso, Alguien le tendría que dar. Me leyó y una atrevida sonrisa
pintó, por sus delgados y secos labios susurró, me acerqué y un pequeño verso
recitó y mi alma lloró, lloró y lloró, se anudó mi garganta, la saliva no pasó,
mi quijada tembló y cuando mi corazón comprendió, de su boca un beso me tatuó.
El puro amor alucinó porque desde la más perfecta ternura alguien le habló,
desde la sublime experiencia de un alma anciana y perfecta le dijo que ahí
estaba ella, de pie, siempre dispuesta, con una lágrima puesta y mirando de
frente a una vida que por temida, ya le era impuesta. ¡Si! Le tuvo que explicar
al amor que la ternura era ella, que palabra solo había una y que ese corto
verso, el que esto escribe, jamás lo olvidará: “Gracias”.
Dedicado con todo mi amor a
mi ancianita ternurita que hoy en mi viaje de metro me acompañó y yo también le
digo: “Gracias”.
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