Siento que ahí están,
son pequeños, diminutos, tienen celos y quizás otros anhelos. Son seres
pequeños, parte del cielo, vestidos de musgo y otros universos, traviesos,
perversos y de rojos ojos que siempre te miran atentos. ¡No los ves! Es que son
tantos, algunos entre tus dedos, otros enredados en tus vellos y los más
pequeños rizando tus cabellos. Unos fuman, otros solo beben aguardiente y los
demás nadan en aguas de otras fuentes. Son mágicos y si no los entiendes,
quizás tu vida sea apática, aburrida y demasiado silente. Míralos, son como
mascotas irreverentes, brincan, saltan y aún en la nostalgia, te retan y hacen
que la sientas diferente. Algunos viven
de manera decente y otros caminan por tu cama mientras duermes, esconden sus
intereses entre las sábanas y aunque no los veas, en tus sueños siempre
aparecen.”
Mis hijas no entendían, mis yernos huían al
escuchar tan oscuro suegro y mis nietos,
con los ojos bien abiertos, asentían que querían oír tal cuento.
Y les
conté este cuento, el cuento de los seres diminutos que viven en donde quieren,
en la sala, en el comedor, en la nevera o a un lado de la estufa en primavera. Son
poderosos y en la enseñanza basan su estrategia, son listos, de alma regia y
mirada traviesa, les gusta el chocolate pero no los caramelos de menta y les
dije que cuando sean grandes, los podrán amar como a cualquiera: al pequeño
gnomo del gran hongo, a una belleza del desierto o una campanita de la más
lejana pradera, una pequeñita de rojos cabellos o una grandota hecha de pecas y
deseos perversos, quizás una mujer leyenda vestida de hada, una sutil ninfa que
nada en una lágrima o quizás una chispa nacida en aquella fogata, donde un elfo
se bañaba. Y de ojos se llenaron mis nietos, de sonrisas sus bocas, de salivas
sus dientes y sus caritas, de una emoción diferente. Frida me preguntó por el
esquimal del hielo, Lucía por el payaso eterno, Julia quería saber cuál era el
más travieso y Gerard, si le presentaba a las hijas de mis musas, las que no
fueran del averno, las más bonitas del cielo y una que fuera suave como duna.
Asentí, junto a una gran fogata empecé a escribir, en sus ojitos vi y mis
labios empezaron a decir:
“Y era el segundo minuto del principio, el
Universo estaba creado y el cielo gemía, pero aún la Tierra estaba vacía.
Descansaba el gran Mago y en otras cosas pensaba, dejó su chistera a un lado y
con sumo agrado dio albedrío a la varita que tanto había mimado. Ángeles,
serafines y otras entidades desde lejanos mundos viajaron y la Tierra poblaron,
hubo consentimiento, conquista y legado. De todo el Universo llegaron, para
ellos éramos el gran laboratorio ansiado y de diferentes razas nos llenaron,
pieles de colores, diferentes caracteres, distintas ilusiones, pero en el
fondo, todos iguales. Nos dieron tiempo, demasiado y quizás en eso se
equivocaron. Estábamos solos, nos reinventamos y jugamos a ser pequeños magos,
de religiones por el miedo nos llenamos y dijimos que Dios es temor cuando es
Amor, que el hambre es necesaria y que la guerra no debe ser explicada, que el
sentimiento es para oprimidos y el dinero un legado divino… ¡Tantas veces nos
hemos equivocado!, tantas que han tenido que regresar y decirnos ¡por aquí no!,
es por allá, ¡por favor!(pero no hay más sordo que el que no quiere escuchar) Y
siguen y dicen entre sus allegados, ¡es que no entienden!, ¡joder!, ¡vaya raza!,
¿tanto nos equivocamos? Pero en este laboratorio seguimos dando resultados,
algunos buenos, otros no tanto y los más, entre dudas nadando. Nos creyeron
perfectos, que el Mago no se había equivocado y cuando su tiempo casi había
terminado por fin entendieron que nos habían sobreestimado, que no podíamos
solos, que les faltó darnos un poquito más de su legado, que nuestro cuerpo
evolucionaba mucho más rápido que nuestro cerebro y que por eso el aprendizaje
era tan lento, que nuestra armonía respiraba otra música y que el aliento del
Universo era demasiado, para nuestro entendimiento. Y fue entonces que de seres
pequeños nos llenaron, diminutos seres que para quedarse llegaron. Nacidos en
otros Universos, pestañean polvo de
estrellas, irradian pequeñitos destellos y a veces pintan traviesas sombras cuando hay silencio, unos
huelen a viento y otros a húmeda mazmorra, no todos son visibles pero siempre
los notas y cuando el hombre duerme, arreglan todo, para que mañana no haya
zozobra.
-¡Oye abuelo! ¿Tú los has
visto?
“El otro día, mientras un bocadillo intentaba
hacer, los vi entre el chocolate crecer. A ninguno en mi pan embarré pues con
cuidado los aparté. Les expliqué que quería comer, que por favor a un lado se
hicieran porque en el cuchillo podían perecer. No se inmutaron porque según me
explicaron de la estrella de mar sus genes copiaron y me dijeron que de ellos
me podían contagiar. Les pedí que lo hicieran pero que dejaran mi cuerpo en
paz, que eran mis sentimientos a los que necesitaban contagiar y que en la
batalla no dejaran detalles al azar. ¡Ok! Dijo el más grande y se pudieron
manos a la obra. Con denostado ceño se pusieron a trabajar, como cualquier
borracho en cualquier bar o cualquier cura en su altar y yo con tranquilidad me dediqué a mi hambre
saciar.
De repente sentí raro, como si alguien, algo
en mi estuviera fabricando, como si alguna cosa creciera donde no debiera y
como si lo que yo creía que tenía que cambiar no cambiara y todo lo demás se
transformara. No sé si me explico pero tampoco me importa porque según dijeron
nadie me creería aunque lo disfrazara de otra cosa. Lo importante es que empezó
a crecer lo que no era debido porque ya estaba crecido (que no piensen mal los
indebidos), crecía en su interior la inteligencia y me preguntaban si no
pensaba más y yo les dije que por favor, ya no más, porque la imaginación me
traspasaba y no la podía controlar. Fue entonces que llegaron al corazón y ahí
se toparon con mi razón, me dijeron que la pondrían en otro lugar para que
realmente pudiera amar, me dejé, la experiencia fue locuaz, de repente me
abrazó un antifaz, la ucraniana de ojos azules me dijo lo que tanto me quería
amar y una rusa venida del hielo, me cubrió de un fuego que no puedo explicar.
¿Me abrazó el amor de verdad? Porque diferente sentí, no había razón en mi
corazón y en mi cuerpo habitaba una extraña libertad. Volvieron a mi cabeza,
entraron sin piedad y entre mis sienes se pusieron a cantar. Sentí la memoria
volar y encima de la mesa la desparramaron con inusitada intensidad. Con
bisturí en mano empezaron a cortar, primero los miedos, después vestigios de
infierno, de la derecha sacaron un pedacito de cerebro y dijeron que era la
experiencia: la limaron, limpiaron y más le pusieron, hasta que quedó aprendida
y completa. De la izquierda dos venitas arrancaron, la primera era el rio de
todo lo leído y una enciclopedia le agregaron, de la segunda todo sacaron y
seca la dejaron, pues estaba llena de rencores, remordimientos y malos sabores,
falsas enseñanzas y odios pegados que diluían mi vida con suma alevosía. Me
dijeron que de nada servía y de cuajo la arrancaron para que nunca se volviera
a llenar de basuras, engaños o recuerdos que ni el tiempo ha llorado. Y ya
cuando terminaban algo entre ceja y ceja me pusieron, que ahora los veo por
todos lados, son tantos que sin darnos cuenta los pisamos, son tantos que
cuando respiramos por nuestro cuerpo escriben su legado y son tantos que en el
aliento exhalado, lo que en nosotros han aprendido, lo enseñan al primer humano
que atrevido, los osa respirar en un catarro o en un simple resfriado. Ya
cansado les pedí que me dejaran un tanto, que me quería sentir relajado después
de aquel sufrido encanto y fue entonces que me sentí tan acariciado y tan amado
que la Luna vino corriendo a sentarse a mi lado: de repente sentí que en mi
pecho bailaban unos pequeños duendes, pelirrojos, de nariz respingada y barba
bien cortada, corrían hasta mi ombligo, en él se desnudaban y desde ahí me
cantaban. Aparecieron entre mis manos dos más pequeños de largos brazos y pies
grandes, vestidos de verde y me recitaron una poesía llena de sarcasmo. Y yo
reía, mi espalda lloraba de cansada que la tenía y un cúmulo de pequeñas hadas
por mis vértebras caminaba. Desde la
fogata dos elfos miraban, un solitario gnomo me decía que me prestaba su hongo
para terminar esta página alucinada y desde el tejado, una vieja estrella
encantada, se relajaba y reía por tanta fantasía.
Y desde aquel día, vuestro
abuelo es diferente, más irreverente, menos cansado y un poquito más insolente,
un poco más poeta y menos creyente en la gente, más osado y menos escuchado,
más silente y mucho menos obediente. Antes de dormir sacudo sábanas pues su
compañía no es necesaria, en el sueño mi memoria los extraña y es ahí cuando mi
alma les habla, el corazón les pide vida y mi cuerpo la energía por ellos
prometida. Mírenlos porque ellos siempre los miran, los cuidan, los protegen,
los entienden y cada vez que pueden se manifiestan: en un tropiezo, en un imán
que cae de la nevera, en el hueso que le hurtan al perro o quizás en esa llave
que nunca encuentras. Observen y mírenlos porque solo de este cuento se han ido.
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