Me sirvieron una copa, dos,
tres…El acero era su alma, la música parte de su cuerpo, la oscuridad su
refugio, el pecado intenso, el calor perverso y el dinero, trabajado y hasta
cierto punto molesto. Comprar cariño era mi anhelo, esa caricia que cierra
ojos, una expresión utópica del deseo, una búsqueda del alma sin recelo ni
miedo. La noche tupía su velo, el licor sus hielos, el camarero su propina y una
dulce seducción aquella bailarina. En la mente el pecado vivía, no de ella sino
de mi memoria, no era fiesta ni una aquelarre asombrosa, era ella, suave,
melodiosa, mulata, sensible, casi una
diosa. Iba y venía, en aquel acero toda se enredaba, una música la sostenía,
sus brazos, sus piernas, toda como aceite resbalaba. Me miró y la miré, otra
copa pedí, me miró otra vez, tenía sed, consentí, una copa le invité. Siguió el
baile, Mis ojos y otros tantos se pusieron a su merced. Sensual, hermosa,
bella, totalmente desnuda, viajaba aquel
acero entre sus piernas, miradas intensas, algún que otro grito pero siempre conmigo,
su atención era sincera. El celo no existía, no la conocía, no había hablado
con ella, el recuerdo no vestía mi vida, ni rencor ni remordimientos ni
explicaciones cabían, solo su largo cabello, negro, rizado, casi encerado y en
el viento, exquisito y perfumado. Abstracto me preguntó el camarero, pedí otra
y una para la dama, la música se acababa, iría a su camerino y mientras se
cambiaba disfrutaría el bailar de una rubia, alaciada y toda tatuada, ojos
azules, mirada intensa y desorbitada, piel blanca, uñas de negro pintadas, quizás
gótica o de vida amargada, cadera sensual y delgada.
Me sirvieron la quinta, la
penúltima y la del estribo, mi morena no llegaba, había terminado la rubia, mi
ansia estaba bajando. Por fin llegó y junto a ella la rubia. Cada silla era
pecado, cada aliento olía a una mezcla de deseos, dinero, lujuria e infierno. Me
dijeron que al dos por uno, que era invierno, que la fiesta no había terminado,
que las copas se las llevaría el diablo y que mejor una botella para quitarme lo
embriagado. La noche se convirtió en una gran licuadora, del tiempo fue presa,
se juntaron vidas, mentiras, alegorías,
tamaños, pieles, manos, piernas sobrepuestas, sonrisas, carcajadas, algún
recuerdo muy extraño y alguna risa que era parte del amaño. Hablaba la rubia,
consentía la mulata, mi caballero medio sonreía, los ojos medio se dormían pero
los despertaba una inesperada caricia. Iban al baño y venían, una y otra vez,
la botella ya medio vacía, la mesa respiraba tanta hipocresía que ya el
camarero ni hielos me ponía. En una de sus perseverantes idas, decidí pedir la
cuenta, irme de allí y dormir tanta experiencia vivida. Se tardó el camarero,
tanto que ellas regresaron. Me dijeron que me querían, que el trío estaba
hecho, que de colores llenarían mi lecho, de rubios y morenos, del blanco de mi
pecho y quien sabe que deseo que entre las dos me pondrían dulcemente erecto. Me
dejé llevar, había dinero, estaba solo, con trabajo, sin cuentas por pagar y
con mucho escondido anhelo. Tenía que probar, una rubia y una morena, quizás la
fantasía perfecta.
Se quejó el motel, no había
donde aparcar y mis ruedas dibujaron su caucho sobre la acera, después me
dijeron que había cochera y pensé en la falta de experiencia. Solo una habitación quedaba, lo que me llevó a
reflexionar. Era miércoles de maldad en toda la ciudad. Entramos, la habitación
era más o menos vulgar, es decir dando un tono a cinco estrellas pero con fondo
de motel de ciudad. Olía a lo de siempre, cortinas cerradas, una orgía en la
televisión que no tenía visos de acabar y una recamarera que era tan lujuriosa
que le costaba trabajar. Las dos entraron juntas al baño, para variar. Puse mi
cartera a buen recaudo por si acaso. Salieron del baño, apagué la tele pues la
orgía la tendría entre mis brazos. Se desnudaron, me enseñaron lo que ya había
visto, eran hermosas, yo estaba un poquito apagado y reclamé su trabajo. La
mulata se puso debajo, la rubia empezó por mis labios. De repente cuando ya
sentía un calor agradable y extraño, ví como a la rubia su cara se
transformaba, al mismo tiempo una suave mordida por ahí abajo susurraba, su
piel se alejaba, dejaba ver unas tupidas escamas como verdes amarronadas, miré
rápido a la mulata, sus ojos eran raros, como de reptil o lagarto, quizás de
insecto pero no eran humanos. No sentí raro sino todo lo contrario. Sentí un
miedo extraño y nada se levantaba. Me miraba la morena, la rubia llena de
escamas pedía con insistencia mi lengua, la morena me enseñó sus manos y ya
eran garras, mi piel se erizaba y no de pasión, sino de las almorranas que
crecían en mi alma, todo era surreal, no me acordaba donde había dejado la
cartera, pensé que dentro de mis calcetines, dentro de mis zapatos, fueron al
baño, me vestí. Salí corriendo, no quería que mi alma fuera secuestrada ni que
mi pene oliera a serpiente ni a cosas raras. Lo tenía desde chiquito, siempre
lo cuidaba y quizás todavía me haría falta. Me subí a mi coche, cerré la
ventana, lo prendí, esperé que subiera la puerta, puse primera y….alguien tocó
mi ventana. Era la recamarera, la vi extraña, su cara era como de rata y con bigotes de gata, sería la botella o estaba
en la selva, me reclamó un pago, claro, los tres condones, solo me llevo uno, cóbreles
a las muchachas o lo que sean. Esperé con ansias el cambio, me lo dio, sus
dedos eran como de rana, viscosos, amarillos y con puntos verdes. ¡Joder!, la
primera velocidad gimió y salí de aquella cochera. Me topé con la barrera, un
paisano me sonrió, Venancio, un gallego que pocos veían porque siempre entre
los espejos de su motel hacía guarida. Lo saludé, me saludó y aunque paisano, no
le quise confesar lo que acababa de vivir. Le dije que luego le llamaba, que a
ver cuando nos echábamos un dominó por si quería sentir lo que era perder y me fui.
Desde entonces cuando veo una
mujer me fijo en sus ojos, en sus manos y antes de darle un beso, le pellizco
la mejilla, miro mis dedos y si no hay escamas, sigo derecho y sin miedo,
porque al amor tengo derecho y mi pene sigue entero, gracias a…mí.
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