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miércoles, 7 de noviembre de 2018

ALGO MÁS QUE UN CUENTO...



           Dicen que nadie sabía quién era, tampoco de dónde ni cómo era. Quizás una quimera o una persona casi perfecta, quizás una cazadora de ideas, un asceta o un simple soñador de estrellas.  Rodeada siempre de malas lenguas vivía del cuento, del que escribía y también del que llenaba sus días. Siempre en la espera llenaban el tiempo los que querían conocerla, siempre en la duda se quedaban cuando en la llamada su voz sonaba sin género e incierta, siempre en un sutil “visto” dejaba los mensajes frescos del día,  pero jamás nadie en su frente a ser juez de aquella parte se atrevía. La leían y no la entendían, sus ideas eran extrañas, nadaba siempre entre ilusiones y utopías, entre mares y rostros que ni Quevedo hubiera descrito con tanta alevosía. Él o ella, ¡qué más daba! La religión no tiene sexo, tampoco la palabra y mucho menos el cuento cuando una niña o niño, lo lee entre sueños, envuelto en su cama.
            Una noche, cuando una confusión como alba en oscuridad caminaba porque su perro la o lo sacó a pasear, intentó una explicación de su vida encontrar. Salía poco, quizás una inspiración buscaba o sólo salir de su casa, quizás poder el aire tocar o quizás mirar si sus huellas, el asfalto lograban penetrar. Vio que las aceras eran blancas y las fachadas se llenaban de palabras, que las farolas iluminaban apagadas, que los coches tenían patas y también que de tanto en tanto, un borracho medio vomitaba. Sintió que respirar no debía pues en aquella calle todo se compraba, su alcancía estaba vacía, el último cuento todavía no lo acababa y decidió robarle un poco de aire a su perro mientras veía con asombro, como se desinflaba. Llegó a la primera esquina y entró en ella, un viento silbaba, una prostituta era su perfecta escuadra, un gato el filo maullaba y distraída, vio como de repente un trueno junto a su sombra, el trasero sentaba. Le preguntó si vendía, le contestó que aquella esquina no se compraba, le preguntó por su rayo y le contestó que lo había perdido en una tormenta inventada más allá de la última alborada.
             La conversación siguió hasta que con despecho de aquella esquina salió. Afuera esperaba el perro ya inflado pues de un borracho tomó su anhelo eructado, lo acarició, le habló con fantasía, perdón no le pidió y algo extraño sucedió: al otro lado de aquella banqueta, unas grandes ojeras caminaban. Tremendas bolsas a una pared la sujetaban, casi no se veían los ojos pero eran de un amarillo nicótico que asustaba, pestañas no tenía, quizás tres hilos como negra baba tapaban su mirada, tampoco cejas, quizás dos pinceladas que de un lápiz con punta de carbón sostenían una frente muy extraña. Un ojo fue guiñado, una conciencia analizó lo que pretendía, la mente se confundía, el corazón detuvo la osadía y aquellas ojeras, cruzando la calle, un gran miedo le regaló con toda prisa. Sin preguntar le respondió, sin dudar las escuchó, con temor a uno y otro lado miró, una soledad sonrió y al borde del primer portal, su escalofrío sentó.
               Una pequeña anciana abrió la puerta sobre aquel portal, vio como una persona hablaba con unas ojeras sobre algo parecido a un santo grial, como las paredes revolvían sus palabras y escuchaban, como las aceras de blanco a gris cambiaban, como aquel perro se desinflaba porque no había borracho que cerca de él eructara, cuanto frío hacía y decidió, regresar a su casa no sin antes dejar en un pequeño papel, escritas unas palabras: “ el día que sientas frío y alguien te ofrezca una cobija, agárrala, abrígate de lana, fúndete en ella porque en el calor del deseo, el sentimiento y la emoción, está el poder de tu creación”. Lo medio leyó. Con cuidado recogió aquel papelito y lo puso en su bolsillo, en el izquierdo para ser más precisos.  El abstracto era todo un diálogo, las tildes sobre la pared rebotaban, los puntos siempre eran seguidos, también por la nada, comas no habían, las vocales en aquel aire se suspendían y aquellas ojeras recobraron otra vida. Algo les dibujó un cuerpo lleno de escamas con forma de pétalos y textura de ramas, unas manos trabajadas y pegadas a granos de café que olían a tierra mojada, unos pies hechos con membrana de tritón y un poco de mojarra, nariz afilada y una boca que más bien parecía una alcancía porque no tenía papilas ni  garganta. El miedo era atroz, la palabra al momento socorrió, el grito despavorido huyó y solo una exclamación en suspiro quedó: ¡Estas ojeras son mi vida! ¡Inmensas, cargadas en bolsas llenas de cadenas, miedos y muchas carencias! Aquel cuerpo no tenía sentimientos ni emociones, tampoco deseos, aquel cuerpo, simplemente estaba seco. Entendió, enfrente tenía su propia existencia dibujada en unas subliminales ojeras, un esperpento emocional que no quería, una historia de vida que día con día era repetida. Cerró sus ojos en una mística huída y esperó.
               Todo desapareció, la esquina, el portal, las casas y las palabras de sus fachadas, aquella acera estaba hecha de sábanas, el perro era almohada, el trueno el sollozar intenso de su ventana y las ojeras, un sueño que en su imaginación había creado, como un cuento sin hadas. Se puso a escribir como diabla o diablo que lleva el viento, regresó a su obra, no supo como terminar el evento, prendió de vainilla un incienso, después de romero para alejar entes y  malos pensamientos, dos velas que no eran de adviento, tomó una copa, de tinto emborrachó su dentro, cerró los ojos, le dijo a su tercero que estuviera atento y de repente, una imagen se creó muy clara en su etéreo.
                Era ella o él alcanzando lo inmenso, otra vez estaba su perro, aquella esquina, cien fachadas llenas de letras y versos, una acera que lucía suave y tersa, diez farolas llenas de estrellas, un rayo que esperaba su trueno y cruzando la calle, una mirada a la pared pegada, que de amor la o lo llenaba intensa o intenso. Su vida estaba comprendiendo. Con ternura puso la palma de su mano sobre una hoja, le pidió licencia al Universo, escritura automática a sus sueños, un caramelo a su anhelo y un poco de paciencia a ese tinto que por añejo, sabía lo del tiempo y su espera en lo casi eterno. Y escribió, escribió hasta que su alma en mil pedazos se rompió, hasta que su corazón el sentimiento latió, hasta que cada una de sus vértebras exhalaron esa emoción que expande el músculo hasta su perfección, alba tras alba, ocaso tras ocaso,  hasta que una noche, la cera se apagó, el tinto sucumbió y el tiempo por sí solo, con la inspiración terminó. La creación se dio, el lector ya no preguntó quién, de dónde ni cómo era. La poetisa o el poeta cuando es verdadero no tiene sexo ni credo, tampoco impuestos sueños ni artificiales anhelos, no tiene falsas emociones ni deudas en los sentimientos, solo tiene rimas y siempre busca esa pared que le dibuje las palabras precisas, ese lector que entienda que el sentir también es poesía y esa soledad que siempre en el sueño, explica las ojeras paridas vida tras vida.
                Durmió, despertó, de repente una sábana voló, un café caliente por completo la o lo absorbió, la ventana se abrió, el roció la o lo empapó, el tiempo paró, un sonido a su puerta se pegó, a mano limpia la abrió y una pequeña anciana con una cobija en la mano le preguntó: ¿Tienes frío?...Con premura agarró aquella cobija, con ella toda o todo se tapó y así para siempre en aquel calor guardó sus deseos, los sentimientos, cada una de sus emociones y todo su poder creador. Desde ese día todo en su vida es creación, cada palabra escrita una emoción, cada verso ese sentimiento que nace desde su hermoso dentro y cada obra, algo más que un simple cuento.
              


            

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