Estabas sentada en el banco de
tu iglesia, no creías en ella pero admirabas los golpes de pecho que retumbaban
entre santos y viejos testamentos. A tu
lado siempre una esquela, recién hecha, fresca como el alma en pena que leían
sus letras. De bruces estabas llena y también de alguna que otra culpa de la
última verbena. Te recuerdo mirando aquellas estampas que ya querían bajar de
sus maderas, escuchando ajenos pecados de ancianas y algún que otro proxeneta,
también contando un rosario cansado de tanta mano inquieta y rezando a ese
santo, que te habían asegurado, siempre cumplía promesas.
Yo te miraba despacio.
Intentaba descubrir belleza en esos ojos a tus pestañas entrelazados, una
grieta que me sedujera en tus labios o una sensualidad en tu cadera cuando te
levantaras de aquel atrio. Me dijeron que eras soltera, virgen sin engaño, que
sabías como coser un trapo y también que te gustaba el vino tinto, cuando era
anciano. Poco a poco, cerca del altar resbalé mis manos, prendí una cera de las
trescientas que pedían amparo, se acercó un asceta, me dijo que lo que había
hecho era de pago y sin dudarlo tiré una moneda que cayó vacía en la caja de
aquel párroco. Sonaba el agua bendita entre dedos que olían a pecado, un
murmullo me pidió que fuera cauto, que no juzgara al niño que lloraba, tampoco
a una mujer que botes y botes llenaba y por supuesto a ese olor que entre ancestros
leños, de incienso mi paciencia mareaba.
Te levantaste, tu plegaria en
un amén estaba firmada, sonreían las estampas y un joven monaguillo de reojo
sediento, el tinto de aquel cáliz miraba. Me pregunté por la campana pues a
misa sonaba, no quería que te quedaras y por primera vez recé para que aquel
sonido se callara. Miré con ansias a una
persona que bajo una cruz lloraba, en mi pensamiento una voz me dijo que no me
preocupara y salí de aquella iglesia, persiguiendo y adorando tu cadera que se
movía como danza. Tu diezmo fue para el de la puerta, tu saludo para una vecina
que de palabras sonaba inquieta, tu mirada para una escalinata un poco traviesa
y tu sonrisa para quien esto escribe pues por fin te diste cuenta de mi
presencia. Yo también te miré, mis labios alargué y sin querer queriendo un
ojito te guiñé.
A ti me acerqué, esperaste mi
calidez, un estúpido expresó sorpresa a la vez, te ofreció un té, pero yo, con
mi copa de tinto, la cita gané.
Quise darte la mano, te diste
cuenta que mis uñas estaban recién cortadas, que me recorría un ansia y también
que la susodicha estaba sudada. Una mirada me dijo que despacio. Oculté el
anhelo, a escondidas recé el rosario, ese que el hombre siempre trae dentro en
el acecho a un cuerpo venerado. Pediste el tinto y su año, te miré con
admiración entre mis caros trapos, pediste el corcho destapado, oliste su mosto
con un aliento extraño, miraste mi rostro, me mostré ansioso, un deseo
calculaste y un poro entre mi barba se abrió, hasta sudarte. Explicaste que la
semana era santa, que el aperitivo tanta exquisitez no ameritaba, que esto te
habían enseñado y que mejor fuéramos a otro lugar sin tantas miradas ni
hipócritas elegancias. Pensé que era por mi atuendo y le dije que desnudo
también para ella sería perfecto. Me contestó que le gustaba que de cerca olieran
sus senos pero que ahora no era el momento. Me quedé en silencio, sentí una
gota que me salía desde dentro, una caricia que me pervertía…quizás una
sensación que hacía tiempo no tenía.
Se levantó de su silla, su cadera
cantaba emociones y seguidillas, sus muslos alegorías, sus pechos metáforas
atrevidas y sus ojos, una música que hacía tiempo no veía. La sentí en mi alma
pervertida, con ganas de mí, atravesando hasta mi poesía y también como
ladrona, esa que siempre quise tener entre mis brazos, un día. La seguí, una
mano con fuerza de mi espalda se colgó, el camarero me rogó, no me acordaba que
sin pago me fui y saqué, no sin dolor, unos centavos para cumplir con mi honor.
Ella sonrió, de la mano me llevó, no preguntó ni quise saber en donde calmaría
tanto ardor. Todo era santo, la semana, las personas, las calles, las persianas
y también las miradas. Me llevó a su
casa, una vecina medio desnuda y con resaca nos miraba, aquellos árboles a sus
perros meaban, toda la fachada era rara, el portal no estaba, las ventanas
tenían ramas, una gata con sonrisa en su cara nos esperaba, las farolas se
atrevían a mirar apagadas y hasta
parecía que el silencio gritaba. Aquella casa daba miedo, era una gran
metáfora, me pellizqué por si estaba soñando o ebrio y me contestó mi piel, que
dejara de ser necio. Mi alma anhelaba, el pensamiento se liaba, mi cuerpo
deseaba, la mente su blanco en una esquina dejaba y mi corazón latía tan fuerte
que la sangre una erección constante me dejaba. Lo diferente no cotejaba, el
árbol no dejaba su meada, los perros en él se bañaban, la gata refunfuñaba, el
portal todavía no estaba y aquella fachada me decía: “no entres, que aquí,
roban almas”.
La miel se vistió de vainilla en
vara, el miedo huyó de mis sentimientos, la razón de sus cimientos, la osadía
quería su pezón y a media luz, entré a su habitación: El armario era blanco,
con estantes hechos de alambre, colgados estaban sus harapos, algunas
lentejuelas y también unos estambres. Retiró las sábanas, me invitó a entrar en
aquella magia, una de las almohadas se cayó de cansada y sin darme cuenta entre
sus manos, mi camisa era rasgada, rota y sin botones desdeñada. El deseo se
llenó de celo, de fuerza, de anhelo y de algo que no era de mi tiempo. Sus
labios mi piel preñaban, entre mis vellos sus humedades dejaba, sus ojos me
hablaban, sentía como sus labios me deseaban, como aquellos senos se pegaban y
erizaban lo dulce de su plegaria y
también cómo me excitaba. Todo era perfecto, la gata estaba en celo, ella y la
que la acompañaba, el árbol meaba a su perro, el portal se diluía inquieto, una
alarma sonaba y llegó la policía porque la vecina su bebida extrañaba.
Tocaron la puerta, mi boca
entre sus piernas respiraba perversa, no había espacio para la poesía ni para
el grito y tampoco para la respuesta. La ventana trémula se abría, el viento
silbaba entre mis sienes y sus parabienes. Sin abrir entró la policía, detrás
de él, toda la compañía. Me dijeron que eras una asesina, una serial homicida.
Te metieron a la cárcel y algo que no sabía, cambiaría por siempre mi vida.
¿Te acuerdas de aquel día? ¿Te
acuerdas cuando nos conocimos?
Entre cristales de una falsa
telefonía me dijiste que mi vida cambiaría, te contesté que cambiado estaba y
de por vida. Sonreíste porque atrapado me tenías, tomé una estampa de entre mi
camisa, te dije que todavía en la cruz se sostenía, que jamás nadie lo había
clavado en aquella alegoría y también que de santo se vestía porque sabía que gente
como tú, a él sus plegarias arrodillarían. Asentiste con morbosa sintonía, me
pediste que agarrara número para la conyugal visita, que sería entonces cuando
me enseñarías lo que tenías de divina y que no perdiera tiempo porque si no,
seguro habría fila. Me convenciste, tomé turno como primero y único. Llegó el
día, entre barrotes, cámaras y ajenas morbosas sonrisas, haríamos el amor de
forma convenida. El alambre fue cama, el trapo una cobija, el muro silencio y
el amor una reliquia. Un puñal tenías en tu vagina, veneno en cada uno de tus
senos y en tu boca, ese beso que penetró dulce hasta el fondo de mi féretro.
Entre súplicas hechas plegarias pagué la fianza, te llevé a tu casa, me
serviste una media copa con alguna rara sustancia, sentí como mi alma despacito
se envenenaba y después… ya no me acuerdo de nada. Amanecí a una camisa de
fuerza amarrado, pegado a una pared sin ventanas y con un olor a mierda que
desde aquel suelo todo impregnaba. De tanto en tanto me visitabas, me susurrabas
y con desmedida fuerza una y otra vez me violabas. De negra te vestías, de
bruja te desnudabas, me explicaste que de uno y otro eras viuda, que tanto
veneno todavía tu sangre corroía, pero que no importaba porque de la muerte
eras su elegida.
Con paciencia deshice aquellos nudos
porque siempre del amor fui escapista,
marinero de tierra adentro y soñador de cuentos. Así fue como llegué a
la autopista, me subió un viejo camionero, me preguntó por qué olía a incienso
y le dije que no, que solo era el sudor de una mala mujer mezclado con mi
aliento. Fui a la policía, les expliqué la historia de aquel día, el comandante
reía, un escribiente con las teclas no podía y hasta la mujer de la limpieza,
la fregona no sostenía. Me sentí estúpido. Entré al baño, la bragueta estaba
abierta, los cuadros de mi camisa eran circunferencias, mi boca de escamas
estaba llena, una mejilla temblaba, la otra sostenía mi cara, mis cejas estaban
peladas y al ver mi cabello, entendí todas aquellas carcajadas: era morado,
verde, fucsia y con mechas de un extraño dorado, hechas a mano… en mi frente un
verso tatuado: “¿Te acuerdas cuando nos conocimos? “…Hoy no me acuerdo de nada,
bueno si, de un árbol que sobre su perro orinaba.
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