Pintó el amanecer su alba,
delicada, suave, de luz tenue y tierna como pluma de almohada. Despacito dibujó
el cielo su horizonte, el mar su marea baja y poco a poco la Luna escondió
entre brumas, la hermosura de su cara. Brilló el Sol en mi ventana, resbaló el
rocío sobre la fachada de mi casa, una brisa dejó un olor a sal en los árboles,
sobre cada una de sus ramas y también en cada pétalo que esa noche tejió una alfombra
bajo mi cama.
Con un roce de labios la desperté, con un beso
en su preñez la enamoré, una caricia la mimó y a mi cuerpo, otra vez el amor se
pegó. Entre sábanas una seducción se mostró, en sus cabellos un olor a sedas
todo me poseyó, sobre su piel una gota cayó de mi sudor y en el primer suspiro,
con puro albedrío, hicimos el amor con el tiempo convertido en olvido. Un dulce éxtasis nos abrazó, de
ternura nos llenó, de miradas nos cruzó y también de vida, nos habló.
Descubrimos que en silencio
éramos intensos, que en el murmullo se despertaba nuestro dentro, que en la
palabra bailaba el verso y que en el grito, no solo vivía el gemido sino todo
el deseo que entre los dos había nacido. Sentimos lo que un día la imaginación
pensó, lo que la ilusión en sueños por tiempo meditó, ese inmenso amor que
crece desde el alma cuando el corazón late con fervor y esa historia que en un
momento se convierte en libro y es parte de los dos.
Un suave viento de nuestra cama
nos levantó, te seguí a dos metros, te pisé cada huella, olí cada gota de aire
que te atravesó, tanta sensibilidad mi conciencia embriagó y en la elegancia de
tu cintura, mi travieso niño con su pensamiento, otra vez en ti entró. Moliste
sin prisa cada grano de café, pegué el pecho a tu espalda y te pregunté si de
mí, todavía tenías sed. Te abracé con parte de mi cuerpo y un pedazo que de mi
alma tenía abierto, mis manos recorrieron tus senos y entre mis dedos sentí tu
pezón respirar como siempre suave y erecto. Me regalaste en mis labios un beso,
quise otro pero el café no podía esperar y fue tu dedo el que cruzó mi boca,
pidiendo que en el silencio, me llenara
de ansiedad.
Ya olía la bendita infusión a
paraíso terrenal, a tierra trabajada y bien cultivada, a manos enseñadas y a
frentes lejanas de sudores y fangos preñadas. Serviste dos tazas, el vapor las
caras empañaba, soplaste despacito antes de la primera probada, me miraste y
sentí como despacito entre tus senos, aquella seda con tanto calor, sola se
desabrochaba. Cada transparencia notaba, cada poro de tu piel cuando su vello erizaba,
toda la ternura cada vez que tu lengua tus labios mimaba y esa pasión dura cada
vez que era atrapado por el atrevido erotismo de tu mirada. Te sentía y te
deseaba, mi café quemaba, mi cuerpo ardía en ansias, la taza en mis manos
temblaba y una y otra vez tu mirada insistía que querías ser amada.
Me levanté, tomé tu taza y la puse
en la repisa junto a la ventana, retiré tu silla, me miraste y te miré, no hubo palabra ni era menester. Puse
un pétalo encima de la mesa y otro y
otro hasta que entendiste que sobre ellos nos íbamos a querer. Se desvaneció la
seda entre mis manos, tus labios se perdieron en la incipiente barba de aquel amanecer
tan humano, tu cintura era toda contorsión, tanta humedad mi mayor ilusión y
cada uno de tus gemidos, ese caramelo que en boca de mi niño se deshacía suave,
entero y lleno de pasión.
Tomé un sorbo de ti en aquel
amanecer y escribimos elegancias, en un café.
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