Avanzó espesa una bruma, cálida,
extraña, llena de brazos ancianos, de una niebla con hilos desgarrados, con
labios mojados, pupilas encendidas y ojos abiertos con miradas atrevidas.
Enfrente se detuvo, cogió aire, desgarró su capa, también aquella piel
escamada, le dijo al tiempo que no era nada, al espacio que le había quitado la
distancia y sin darme cuenta, atravesó mi alma envolviendo de miedo cada gota,
del aliento que me quedaba. La noche se mostró en todo su manto, huyó la Luna
para no reflejarse en el rayo, una densa telaraña resbaló por toda mi espalda,
el corazón con fuerza gritaba mientras un maldito frío, recorría una por una
todas mis entrañas.
Aulló el lobo sin Luna, se convirtió el río en una seca laguna, nadaba
mi cuerpo sin agua ni espuma y mi sombra, gemía desnuda. Cien lenguas de fuego
me lamían los dedos, quemaron el libro de los viejos testamentos, también las
tablas de los sumerios y cada historia relatada, desde el fondo de los tiempos.
De una nube llovió sangre, del fondo de la montaña salieron demonios como
enjambres, del norte llegó un viento desafiante y del mar diez tritones, llenos
de hambre. Corrí a ninguna parte, el vacío me seguía, un precipicio a cada paso
se abría, poco a poco el cielo su color perdía, las aceras se doblaban, las
fachadas sobre mí caían y sin dudarlo, entré a una cantina.
El ambiente era raro, un ermitaño
pedía tabaco, un eunuco se creía conquistado, el baño estaba limpio y era raro,
en una esquina un vómito yacía a su fregona pegado, a mi derecha dormía sana
borrachera un anciano y en la segunda mesa, sentaba sus posaderas una hermosa
damisela. Pedí un doble con la condición de que los hielos no salieran de su
mano, el cantinero me miró rápido, antes le dije que ahí estaba mi pago y que
se quedara con el cambio. La guapa sacó un cigarro, se lo prendí raudo, me dio
una tarjeta con sus honorarios y enseguida cerramos el trato.
Abrazaba silencio cuando su beso
copuló con mi aliento, tenía miedo, no quería tocar el cielo, pensaba que su
amor no era sincero, que era pecado tanto deseo y que ese motel, solo era un
pedazo más de aquel infierno. Se atrevió la nostalgia a rendir su manifiesto,
caminó una lágrima, ella escuchó mí dentro, esa necesidad hecha palabra, ese
murmullo que entre copas, empezaba a soltar mi alma.
Elegante y primorosa, su derecha
sostenía la copa, su izquierda el humo de una hierba seca y olorosa, su mirada
en mis ojos seducía cautivadora, cada caricia entre mis piernas era provocadora
mientras su teléfono hablaba y sonaba, porque alguien lejano, también la quería
toda. Cruzaba sus piernas, inquieta y juguetona, le daba la mano, la cogía con
agrado, a veces me enseñaba con disimulo
esa emoción que guardaba entre sus trapos, también la seducción de aquellos
senos erizados bajo mi amparo y de vez en cuando esa mojada ternura que en
aquellos labios mojaba su lengua entre dientes y cariños pagados.
Le conté todo lo que había
vivido, que no lo quería como destino, me miró con un sinsentido y me
desabrochó la camisa antes de creerme lo sucedido. Le dije que no y me preguntó
a qué había venido. Le contesté que como compañía y al parecer no le gustó. La
hora convenida pronto se acabaría y sólo me quedaría. Armé una treta, le conté
otra vez toda aquella historieta, le dije que sola no saliera porque por
aquella acera caminaban tritones, demonios que volaban en enjambre y tal vez
alguna que otra alma en pena. No me hizo caso, calmó de su cuerpo aquel
sentimiento erizado, cogió su bolsa, retocó sus labios, prendió un cigarrillo y
después de mostrarme otra vez el edén bajo sus trapos, abrió la puerta y salió
a buscar trabajo.
De repente un gran ruido mi
atención distrajo, miré por la ventana, un circo había llegado. ¡Lo que
faltaba! Decidí caminar a mi casa cuando vi a un enano crecer y crecer, a un
mago sacar de la chistera un pez, a un payaso sin nariz llorar con gran avidez
y a mi guapa damisela con una barba tan larga que llegaba hasta sus pies. Mis
ojos froté una y otra vez hasta que un pellizco en mi trasero noté: era un gran
erizo con traje de caché, me miraba pervertido y con las púas al revés, a su
lado derecho un hombre que iba de parto, a la izquierda una bruja con sombrero
de pico pero sin escoba ni verrugas, a su espalda un equilibrista cojo y debajo
de sus pies, una alfombra roja que caminaba sola. Corrí. A la cantina entré
otra vez, el baño estaba sucio de tanta perdida ingravidez, el anciano de su
borrachera despertaba, una mesa recorría su silla porque ya nadie se sentaba, el
cantinero desde su boca a cada vaso un hielo le tiraba, sus manos estaban
atadas, su frente sudada, su camisa mordida y también su cara. Me asusté, en la
niebla pensaba cuando una gran garra se posó sobre mi espalda. Me giré, el
infarto se detuvo, mi ex mujer me miraba con ojos profundos, puso su garra en
mi garganta, su pierna entre las mías, su lengua lamió una de mis pestañas,
aquel hedor me deprimía, dos de mis ex suegras la seguían, todo era dolor, una
metáfora en carne viva. No me soltaba, quería que cada pleito recordara, robó
mi alma y sentía como la rebobinaba. Los demonios entraron, también los
tritones. En la barra se sentaron, aquel hombre no daba abasto con tanto vaso,
escupía hielos como ente sobrehumano, también los calzones los tenía en la mano
como trapo para tanto derramo y siempre, siempre me miraba y maldecía, mi
maltratada estampa. Llegó la policía sin sirenas ni armas asesinas, solo con
una orden de desahucio para la cantina, una de pleitesía para cada una de
aquellas sillas, otra de obediencia para mis ex suegras, la de “lejanía eterna”
para mi ex mujer (que ya la tenía), una más de cambio de residencia para los
demonios, tritones y también para la gerencia, la última era para mí: una orden
de comparecencia, era de mi trabajo, ya eran las siete y aquel sueño había
caducado. Yo por si acaso desde ese día, cada vez que una niebla se cruza en mi
vida, doy media vuelta para ver, si de mí se olvida.
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