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domingo, 18 de noviembre de 2018

UNA PESADILLA ENTRE COPAS



              Avanzó espesa una bruma, cálida, extraña, llena de brazos ancianos, de una niebla con hilos desgarrados, con labios mojados, pupilas encendidas y ojos abiertos con miradas atrevidas. Enfrente se detuvo, cogió aire, desgarró su capa, también aquella piel escamada, le dijo al tiempo que no era nada, al espacio que le había quitado la distancia y sin darme cuenta, atravesó mi alma envolviendo de miedo cada gota, del aliento que me quedaba. La noche se mostró en todo su manto, huyó la Luna para no reflejarse en el rayo, una densa telaraña resbaló por toda mi espalda, el corazón con fuerza gritaba mientras un maldito frío, recorría una por una todas mis entrañas.
             Aulló el lobo sin Luna,  se convirtió el río en una seca laguna, nadaba mi cuerpo sin agua ni espuma y mi sombra, gemía desnuda. Cien lenguas de fuego me lamían los dedos, quemaron el libro de los viejos testamentos, también las tablas de los sumerios y cada historia relatada, desde el fondo de los tiempos. De una nube llovió sangre, del fondo de la montaña salieron demonios como enjambres, del norte llegó un viento desafiante y del mar diez tritones, llenos de hambre. Corrí a ninguna parte, el vacío me seguía, un precipicio a cada paso se abría, poco a poco el cielo su color perdía, las aceras se doblaban, las fachadas sobre mí caían y sin dudarlo, entré a una cantina.
            El ambiente era raro, un ermitaño pedía tabaco, un eunuco se creía conquistado, el baño estaba limpio y era raro, en una esquina un vómito yacía a su fregona pegado, a mi derecha dormía sana borrachera un anciano y en la segunda mesa, sentaba sus posaderas una hermosa damisela. Pedí un doble con la condición de que los hielos no salieran de su mano, el cantinero me miró rápido, antes le dije que ahí estaba mi pago y que se quedara con el cambio. La guapa sacó un cigarro, se lo prendí raudo, me dio una tarjeta con sus honorarios y enseguida cerramos el trato.
             Abrazaba silencio cuando su beso copuló con mi aliento, tenía miedo, no quería tocar el cielo, pensaba que su amor no era sincero, que era pecado tanto deseo y que ese motel, solo era un pedazo más de aquel infierno. Se atrevió la nostalgia a rendir su manifiesto, caminó una lágrima, ella escuchó mí dentro, esa necesidad hecha palabra, ese murmullo que entre copas, empezaba a soltar mi alma.
             Elegante y primorosa, su derecha sostenía la copa, su izquierda el humo de una hierba seca y olorosa, su mirada en mis ojos seducía cautivadora, cada caricia entre mis piernas era provocadora mientras su teléfono hablaba y sonaba, porque alguien lejano, también la quería toda. Cruzaba sus piernas, inquieta y juguetona, le daba la mano, la cogía con agrado,  a veces me enseñaba con disimulo esa emoción que guardaba entre sus trapos, también la seducción de aquellos senos erizados bajo mi amparo y de vez en cuando esa mojada ternura que en aquellos labios mojaba su lengua entre dientes y cariños pagados.
              Le conté todo lo que había vivido, que no lo quería como destino, me miró con un sinsentido y me desabrochó la camisa antes de creerme lo sucedido. Le dije que no y me preguntó a qué había venido. Le contesté que como compañía y al parecer no le gustó. La hora convenida pronto se acabaría y sólo me quedaría. Armé una treta, le conté otra vez toda aquella historieta, le dije que sola no saliera porque por aquella acera caminaban tritones, demonios que volaban en enjambre y tal vez alguna que otra alma en pena. No me hizo caso, calmó de su cuerpo aquel sentimiento erizado, cogió su bolsa, retocó sus labios, prendió un cigarrillo y después de mostrarme otra vez el edén bajo sus trapos, abrió la puerta y salió a buscar trabajo.
             De repente un gran ruido mi atención distrajo, miré por la ventana, un circo había llegado. ¡Lo que faltaba! Decidí caminar a mi casa cuando vi a un enano crecer y crecer, a un mago sacar de la chistera un pez, a un payaso sin nariz llorar con gran avidez y a mi guapa damisela con una barba tan larga que llegaba hasta sus pies. Mis ojos froté una y otra vez hasta que un pellizco en mi trasero noté: era un gran erizo con traje de caché, me miraba pervertido y con las púas al revés, a su lado derecho un hombre que iba de parto, a la izquierda una bruja con sombrero de pico pero sin escoba ni verrugas, a su espalda un equilibrista cojo y debajo de sus pies, una alfombra roja que caminaba sola. Corrí. A la cantina entré otra vez, el baño estaba sucio de tanta perdida ingravidez, el anciano de su borrachera despertaba, una mesa recorría su silla porque ya nadie se sentaba, el cantinero desde su boca a cada vaso un hielo le tiraba, sus manos estaban atadas, su frente sudada, su camisa mordida y también su cara. Me asusté, en la niebla pensaba cuando una gran garra se posó sobre mi espalda. Me giré, el infarto se detuvo, mi ex mujer me miraba con ojos profundos, puso su garra en mi garganta, su pierna entre las mías, su lengua lamió una de mis pestañas, aquel hedor me deprimía, dos de mis ex suegras la seguían, todo era dolor, una metáfora en carne viva. No me soltaba, quería que cada pleito recordara, robó mi alma y sentía como la rebobinaba. Los demonios entraron, también los tritones. En la barra se sentaron, aquel hombre no daba abasto con tanto vaso, escupía hielos como ente sobrehumano, también los calzones los tenía en la mano como trapo para tanto derramo y siempre, siempre me miraba y maldecía, mi maltratada estampa. Llegó la policía sin sirenas ni armas asesinas, solo con una orden de desahucio para la cantina, una de pleitesía para cada una de aquellas sillas, otra de obediencia para mis ex suegras, la de “lejanía eterna” para mi ex mujer (que ya la tenía), una más de cambio de residencia para los demonios, tritones y también para la gerencia, la última era para mí: una orden de comparecencia, era de mi trabajo, ya eran las siete y aquel sueño había caducado. Yo por si acaso desde ese día, cada vez que una niebla se cruza en mi vida, doy media vuelta para ver, si de mí se olvida.



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