Sentir que
el viento azota tu cara, solo es una caricia del cielo. En su inmensidad
respiramos fuerza y en su azul, la intensidad
de su regazo.
6.30 am.
Despierta trémulo el horizonte. Los pétalos de mi jardín todavía no se atreven
a vivir, poco a poco empapa el rocío las viejas pisadas de la noche, naufragan
los últimos alientos entre sedas hechas sábanas y algodones despechados en ternura
de almohada. Quizás el primer café solo sea el inicio de lo cotidiano, quizás
esa mirada perdida en la ventana solo espere la muerte de tanta rutina o busque
la razón que explique el cansancio de una vida. El silencio aturde inquietud,
la ducha espera y no sé porque, mi alma se agita.
8.00 am. Acaricio
de jabón mi cuerpo. De repente el agua se convierte en hielo….¡Se acabó el
gas!...Suena el teléfono, tocan a mi puerta, el trueno hace su aparición y se
va la luz. ¡Calma! Una cosa después de la otra es mejor que todas a la vez.
Pienso prioridades. Armo mi valor y dejo que la fría agua me enjuague, me
exprime la toalla y se envuelve a mi cintura con precisión de serpiente, el
teléfono deja de sonar justo cuando contesto, le grito a mi puerta un ¡Ya
voy!...Suspiro para que el amanecer despeje las nubes del cielo y pueda bajar
las escaleras sin matarme. Tiembla mi puerta en su ansiedad, la abro….¡Nadie!
Solo dejaron una carta encima del “Bienvenidos”. Empapada por la incesante
lluvia y medio abierta por la torpedad de mis dedos, dejo que seque sus
noticias a un lado de mi cafetera. No hay prisa en abrirla, porque como pinta
mi día, debe ser un requerimiento de un olvidado pago o una multa. Miro de
reojo mi teléfono, intento buscar la llamada perdida y mi estupor se enrojece
al verlo mojado, tieso, mudo y muerto. Sensacional, sin luz, incomunicado y
cabreado.
8.45 am.
Ya debo disfrazarme de humano, poner cara de estrés o de fingida felicidad,
permitir que se den cuenta de que mi camisa está recién planchada y que mi
perfume es caro. Zapatos limpios y brillantes, suave gel, crema de coco y
cinturón de piel. Abro la puerta, la calle inundada, no se ven aceras vivas y
las alcantarillas recuerdan en su alegre borboteo aquellas promesas de aquellos
políticos que jamás cumplieron.
9.00 am.
Debo subir la raya de mis planchados pantalones hasta la rodilla. Ya no hay
brillo en mis zapatos, solo agua. Subo a mi coche, arranco. Llego a la puerta
del fraccionamiento, no hay luz por lo tanto el control vale para dos cosas
(luego les cuento), el vigilante de turno no ha llegado y el otro ya se le
acabó el turno. Todo un dilema. Soy el primero de la fila y el segundo, el
tercero...etc…Esperan en silencio que yo solucione el problema. La lluvia
arrecia, mi paciencia flaquea, el rayo dibuja fuego en el cielo y el trueno
relincha, el vaho me aparta del mundo y se opaca la imaginación.
9.15 am. Empiezo a sentir ese cosquilleo que
te invita a explotar, ese temblor de puños que huele a azufre, esa ansiedad que
no tiene respuesta y esa dulce abstracción que solo un parabrisas te puede dar.
Pienso y ejecuto. Me bajo del coche, ya mis pantalones comprendieron la
situación y mis zapatos aprendieron a nadar (son autodidactas). Hay que empujar
mecánicamente la puerta. Me dirijo con decisión hacia ella. Está muy pesada y
el agua no ayuda. Me quedo mirando al segundo coche, al tercero, al cuarto y
pierdo mi insistencia al ver que nadie se baja. Todos cuidan sus zapatos, sus
pantalones…Y todos quieren que sea yo, quien solucione el cisma de este día, o
eso me pareció.
9.30 am.
Saco el niño que llevo adentro. Me quito los zapatos, los calcetines y mis
pantalones. Con cuidado dejo que mis pantalones, descansen sobre mi brazo
izquierdo, encima de ellos pongo mis empapados calcetines y cojo mis zapatos
con los dedos de la mano derecha. Creo que ahora si tengo su atención.
Reconocerán que mis zapatos hace media hora tenían brillo y que mi cinturón es
de piel, aunque mi caro gel ya dejó de existir. Uno por uno, paso al lado de
aquellos callados coches, saludando con mi cabeza y regalando una sarcástica
sonrisa que jamás había ensayado (salió natural). Llegué a mi casa, me quité la
ropa que me quedaba, obligué a mis toallas trabajo extra y me serví una copa de
mi añejado brandy.
10.00 am.
Prendí un cigarro y me relajé. Cesó el trueno, amainó la lluvia, volvió la
luz…Y tocaron repetidamente la puerta. No contesté, calé profundo mi cigarro,
tomé de un trago mi copa y después otra y otra (solo tres)…Y grité “Ya voy”,
pero permítanme…Me acordé de aquella carta que estaba descansando bajo el poquito
calor de mi cafetera. La puerta seguía bailando en su madera y yo en mi dulce
tragedia. Remitente “El cielo” y decían sus letras: “ Medio siglo pidiéndome
que cambiara el color de tu vida y que yo cambiara el mío, medio siglo
explicándome que siempre soy el mismo, que tus horas se cuentan por rutina y
que tus sentimientos solo sienten lo de siempre, que tus lágrimas siempre recorren
el mismo camino y que tus besos no se atreven a ser diferentes, porque el amor
siempre es igual. Hoy cambié mi color, hoy cambiaste tu rutina, hazlo
siempre…Cuando no puedas solo, ¡Desnúdate! Que yo te abrigaré.”
10.10 am.
Me quité la toalla, abrí la puerta. Sentí unos ojos exclamar o quizás desear y
en sus manos deposité las llaves de mi coche…Ahora solo espero que mi cielo me
abrigue, mientras tanto seguiré investigando los olores y sabores de mi brandy y calando con firmeza, la tierra de un buen
tabaco.
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