Cuentan
que un pajarito se enamoró de un árbol y éste lo adopto. Probó el vigor de todas sus ramas,
bebió rocíos en cada una de sus hojas y refugió sus noches en cada uno de sus
agujeros. Inquieto, hiperactivo y frágil
de sentimientos, un día decidió que conocería otros árboles. Voló y conoció,
probó otras ramas y bebió de otras hojas.
En su
viaje conoció semejantes y muchas otras especies, se divirtió, jugó y comió
manjares que jamás imaginó. Creció y creció. Un día su Luna era tan menguante
que lo llenó de añoranza, sintió tristeza por aquel viejo árbol, ese árbol que
cobijó su vida cuando era chiquito, ese árbol que le dio un hogar, ese árbol
que lo abrazó desde que nació. Voló hacia él y ahí estaba. Sólido como siempre,
con más corteza pero con más raíces, quizás con menos ramas pero con más hojas,
quizás con menos savia, pero con más experiencia.
El
pajarito estuvo un tiempo con él, pero al sentir que ya no era como antes, que
su vitalidad estaba un poco mermada, que sus ojos escribían alguna que otra
tristeza y que sus manos ya no sostenían sus juegos con aquella firmeza,
decidió irse. Y el inexpugnable tiempo pasó, el pajarito tuvo descendencia y
avejentó su figura. Sus alas ya no eran tan inquietas, su corazón latía más
despacio y no había encontrado en ningún árbol esos agujeros que dieran el
calor de hogar a sus hijos, que aquel viejo árbol le había dado a él.
Con
decisión y premura voló hacia él, se llevó a sus pequeñitos y en el camino les
iba explicando todo lo que aquel viejo árbol era para él. Sus pajaritos,
esquivando el ruido del viento, lo escuchaban con atención, tanta que la
ilusión por poseer uno de aquellos agujeros se estaba convirtiendo en
inquebrantable deseo. Llegaron al lugar. El viejo árbol ya no estaba. Lo habían
talado. En su lugar, esa talla llena de lánguidos círculos que detallaban su
edad, su sufrimiento y su historia. El pajarito lloró y sus pequeños aguantaban
una que otra lágrima sin saber a ciencia cierta, lo que había pasado. Las
lágrimas no cesaban y vivió el dolor. Su corazón se llenó de tristeza y en su
alma escondió culpas. No fue justo, le negó un último abrazo y jamás pudo
decirle, que lo amaba.
Desde
entonces el pajarito cambió, educó a sus pequeños en la nobleza y el recuerdo,
les enseñó que cuando se ama no se olvida y que lo material jamás cabe en el
alma. Que cuando te dan ternura sin pedir nada a cambio es como besar el cielo,
que la vida elige a quien te sostendrá y solo tú eliges con quien morirás. Y
dicho esto, los miró fijamente y les dijo “No me dejen morir como ese viejo
árbol, que un día arropó mi vida, que un día me dio calor y llenó mi alma de
consejos. No quiero morir solo y triste”. Desgraciadamente quizás su enseñanza
cayó en vacío pues sus pequeñitos ya habían aprendido de su ejemplo.
Y los
pequeñitos volaron y volaron. El pajarito entendió que eran prestados, que no
eran su posesión y que morir sólo, es una opción de vida. Entendió sus vuelos
porque siempre los educó en la libertad y en su última reflexión dejó que el
libre albedrío tomara sus decisiones. Llegó el momento. El pajarito agonizaba y
sus pequeños no llegaban. Cerró sus ojos, respiró un último aliento, doblegó
sus alas y vió un túnel de Luz: Ahí estaba aquel viejo árbol esperándolo y
junto a él, sus pequeñitos pajaritos cobijados en sus agujeros. Y el viejo
árbol, lo abrazó entre sus ramas y le dijo “Ni cuenta te habías dado pero ellos
me encontraron antes que tú, tu solo esperabas y ellos morían. Yo fallecí solo,
ellos murieron solos y tú vienes a mí, solo. Entendimos mal la vida, abrazamos
vientos que ni siquiera una gota de oxígeno nos daban y ahora no podemos
descifrar la muerte”. Fui egoísta y dejé enraizar mis raíces mientras tu volabas,
jamás te acompañé. Tú fuiste desagradecido y jamás me volteaste a ver, aún
cuando seguía tus pasos a través del cielo. Y tus pequeñitos nunca tuvieron la
oportunidad de aprender porque en la libertad que les diste no había ninguna
enseñanza, solo tu mal ejemplo”
Primero
enséñalos, después deja que sean libres. Antes de que eches raíces piensa que un
hogar no es cemento y ladrillos, que la enseñanza que des se mide primero por
tu ejemplo y siempre, siempre sé agradecido porque en la palabra “gracias”, siempre
vive el beso de un cielo.
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